Y La Flor de Velmoria
Eldvar había finalizado su interminable jornada de trabajo. Primero en la herrería, a la que iba desde hacía ya cinco años y, a continuación, en la granja familiar, para la que debía sacar tiempo antes de la puesta de sol si quería ayudar a su padre.
Ahora caminaba de regreso al pueblo para reunirse con sus amigos y olvidar un poco la dura y monótona vida que llevaban todos los jóvenes de Taldor, una pequeña aldea del condado de Thyrel, al pie de las montañas Erydholm.
Llegó a la posada El Oso Pardo y empujó las puertas. Como siempre, la luz de la chimenea y de los faroles de aceite, creaban un ambiente acogedor, y ayudaban a mantener una temperatura cálida y agradable, junto al humo de las pipas de los fumadores.
Casi siempre era el último en llegar. Allí estaban sus amigos, en la mesa de costumbre. Ellos Thoriel, Jhoren y Aldric, y ellas Arlise, Thalara y Sylwen. Pero aquel día había un extraño ocupando un asiento junto a ellos. Era un anciano ante el que se podía ver una jarra de cerveza, lo que parecía indicar que les amenizaba la velada contando alguna historia.
–¡Eldvar! –saludaron al unísono–. Ya pensábamos que hoy no vendrías.
–Este es Faymar –aclaró Jhoren al percatarse de que su amigo lo miraba con curiosidad–. Un viajero. Nos estaba contando historias de reinos lejanos.
El chico le dirigió una inclinación de cabeza, a la que el anciano correspondió.
–Historias de un viejo –aclaró–. Curiosas, divertidas y terribles. Pero me he guardado la mejor para el final.
Apuró de un trago su jarra y Thoriel le hizo una señal al posadero. Cuando le trajo otra, el anciano la contempló ensimismado como si mirase a través de ella, recordando, rememorando. Las chicas esperaban con expectación, mientras Jhoren y Aldric sonreían escépticos, pensando seguramente que les iba a contar alguna fábula para aldeanos crédulos.
–La ciudad en el cielo –dijo el anciano en un susurro con una mirada evocadora–. La hermosa Velmoria.
Ahora sí que captó la atención de todos, hasta la de los escépticos. Su tono bajo de voz les hizo acercarse al lugar que ocupaba el anciano. Comenzaba el relato como un secreto, una confidencia que no era apta para todos los oídos.
–Yo era joven –continuaba–, más o menos de vuestra edad. Joven y alocado, debo añadir. Tal como estamos ahora, en otra posada de un lugar perdido en el tiempo, Tymar, mi hogar, un viajero me contó esta historia que estáis a punto de conocer.
Levantó la jarra y le dio un pequeño sorbo a la cerveza. Mantenía la atención con maestría, pensó Eldvar, dándole misterio e interés con las pausas. Un gran narrador, no había duda de ello.
–Aquel viajero describía una ciudad situada entre las nubes ¡Una ciudad que flotaba sobre nuestras cabezas! ¡Invisible para los seres humanos!
Eldvar observó cómo sus amigos abrían mucho los ojos y alguno incluso estaba boquiabierto. No era para menos, la historia, real o no, impresionaba.
–El hombre decía haberla visitado –contaba Faymar–. Una ciudad de seres superiores, dioses, que vivían entre la magia y la riqueza. Altos, regios, poderosos.
El anciano recorría los rostros de los jóvenes, pero se detenía un poco más en el del herrero. El chico lo entendió como un intento de presión sobre el más escéptico del grupo, para intentar convencerlo.
–Velmoria. Pronunciaba su nombre con una admiración que no podía ser fingida –continuó–. La ciudad a la que sólo es posible acceder con magia. La ciudad que desciende a la tierra una vez cada cien años.
–¿Y no se puede visitar cuando llega ese día? –preguntó Sulwen, la resuelta hermana de Jhoren, hijos ambos del molinero.
–¿El hombre la visitó cuando estaba en tierra? –insistía Thalara, la prometida de Jhoren.
El anciano le lanzó una mirada de reproche a Eldvar cuando vio que éste sonreía con ironía ante las preguntas de las chicas.
–Parece que vuestro amigo no cree en mi historia –dijo.
Aquello provocó las risas del grupo.
–Eldvar tiene muy poca imaginación –decía Thoriel ahogándose con la risa.
–Las vibraciones del martillo sobre el yunque le han hecho duro de entendederas –se burlaba Jhoren, también con risas.
El chico sonreía, aceptando deportivamente las bromas.
–Thalara ha hecho una buena pregunta –comentó tranquilamente sin rehuir la mirada del anciano–. ¿Cómo supo el viajero de Velmoria? ¿Y cómo consiguió visitarla?
Feymar lo miraba con seriedad, aunque sin enfado, sin mostrarse ofendido. A ninguno le pasó desapercibido el interés con que estudiaba al herrero.
–Hay personas que tienen algo especial –le respondió–. Es como un don que les permite ver la ciudad entre las nubes e incluso acceder a ella. El viajero lo tenía, pero no podía explicar cómo funcionaba.
Bebió un trago largo de su jarra de cerveza, ordenando la historia en su mente para retomarla.
–¿Qué contó de la ciudad? ¿Cómo era? –preguntaba Sylwen.
El anciano miró a la hermosa chica, cautivado por sus extraordinarios ojos verdes, muy poco frecuentes. Asintió.
–Eran como islas sobre las que se elevaban torres infinitas que parecían rozar el cosmos. Columnas, terrazas, arcos, símbolos mágicos por todos lados e innumerables puentes entre uno y otro grupo de casas e islas.
Hizo otra de sus pausas para añadir un poco de misterio. Incluso el herrero escuchaba ahora con interés.
–El viajero juraba que no sólo había humanos. Que había otros seres que en la tierra no se conocían, algunos con alas multicolores, diminutos, gigantescos. Y junto a ellos, encontrabas animales que jamás había visto. En las terrazas, los niños jugaban levitando y moviendo objetos, produciendo luces, colores y sonidos. Era como una explosión de información e incomprensión de tal intensidad que dejaba aturdidos sus sentidos.
–¿No habló con ellos? ¿Cómo accedió a la ciudad? –preguntó impaciente Sylwen.
El anciano miró de nuevo los extraños ojos de la joven.
–Lo sabrás al final de la historia –le dijo–. No lo esperaban. Se sorprendieron al verlo aparecer allí. Unos soldados lo rodearon y le pidieron en su propia lengua que los acompañara. Juraba que sus piernas comenzaron a moverse solas, sin que él tuviese control sobre ellas. Así, llegaron ante un palacio. Era sin lugar a dudas el edificio más impresionante de todos. Predominaba el oro y el marfil en toda su arquitectura. Perdió la cuenta de los salones que atravesaba y de los seres que lo contemplaban al pasar, elegantes, imponentes e inalcanzables.
El anciano hizo otra pausa, ahora pare beber un sorbo.
–Finalmente llegaron a lo que le pareció la sala del trono. No podía pensar en que los habitantes de aquella maravilla de construcción fuesen otra cosa que reyes. Sobre unos sillones resplandecientes, cuyos respaldos se elevaban varios metros sobre sus coronas de un material que brillaba con luz propia, una pareja lo observaba.
–¿Quién eres? –resonó en su cabeza la voz de la reina, melodiosa como el sonido del agua de un riachuelo que serpentea en la montaña, como el sonido musical del viento entre las ramas de los árboles–. Habla.
Pero él había perdido el don del habla. Pensó en lo que quería decir, pero no pudo formar las palabras y expresarlas. Enseguida se dio cuenta de que leían su mente.
–Rolan de Thierkoe –resonaba en su mente la voz profunda del rey–. ¿Quiénes son tus ascendientes?
El pobre Rolan formó en su cabeza las imágenes de sus padres y sus abuelos. Gente sencilla que había recorrido mucho camino antes de establecerse en su aldea, huyendo de una guerra que traía desgracia y hambre en su lugar de origen.
Escuchó hablar al rey y a la reina en una lengua extraña. Sólo entendió un nombre, Isvaroth. Era el nombre de su abuelo. Él no lo había dicho, sólo pensó en su rostro, lo que le hizo sospechar que era conocido por los monarcas de aquella ciudad asombrosa.
Los soldados le obligaron a salir de aquella sala. Le hubiese gustado seguir allí de por vida. Pero lo condujeron a otra más pequeña, en la otra punta del palacio, donde un mago leía unos pergaminos desplegados sobre su mesa, escritos en una lengua antigua y con unos caracteres ininteligibles para Rolan. Se giró hacia la comitiva que osaba interrumpirlo. Era el ser más viejo que Rolan había visto jamás. Sintió su poder cuando clavó los ojos en él, fue como un golpe. El mago penetró en su interior vaciándolo, mientras daba pasos inseguros en su dirección. Colocó un dedo sobre su frente y el viajero se desmayó.
–Creo que me quitó el don que me había hecho acceder a la ciudad, y también los recuerdos de cómo lo había conseguido. Me desperté en lo profundo de un bosque y creí enloquecer sospechando que todo había sido un sueño o el delirio de unas fiebres.
Faymar introdujo una mano bajo su túnica y cuando la sacó, sostenía en alto una flor. Los jóvenes murmuraban con asombro, fascinados, los pétalos que parecían de cristal con vetas doradas. Parecían hechos de luz sólida y resplandecían tenuemente con un brillo propio.
–Rolan decía que la flor estaba alimentada por una energía que trascendía a este mundo. Al tocarla suena una melodía suave, diferente para cada persona. El viajero contaba que alguno de aquellos magos se había compadecido de él y anticipando que se volvería loco, le dejó una prueba de que lo que había vivido era real. La Flor de Velmoria.
–¿Cómo es que la tienes tú? –preguntó con verdadera curiosidad Thalara–. Nadie querría desprenderse de algo así.
El anciano asintió. Thoriel hizo una seña al posadero al ver que el anciano jugueteaba con la jarra ya vacía. Le trajeron otra.
–Quedé tan fascinado con su historia –continuó tras un pequeño sorbo–, que le pedí a Rolan que me dejara acompañarlo en su búsqueda. Él dedicó el resto de sus días a intentar encontrar la ciudad en las nubes. Accedió.
–¿Te fuiste con él? –preguntaba Sylwen sorprendida–. ¿Sin más?
El anciano asintió. Entretanto la flor iba pasando de uno a otro sin que el relator le quitase un ojo de encima. Cuando llegó a manos de Eldvar, la flor vibró y sus colores se intensificaron, brillando como una corriente alrededor de sus pétalos. El sonido suave que emitía se volvió nítido, dejando oír una hermosa melodía. El joven la depositó sobre la mesa como si le quemase. Todavía tardó unos segundos en dejar de brillar y sonar.
–Sabía que tú lo tenías –sorprendió a todos Faymar–, desde que entraste. He aprendido a percibirlo con el paso del tiempo.
Cogió la flor y se la ofreció a Sylwen, a la que todavía no había llegado el turno. Se repitió el fenómeno.
–Extraordinario –exclamó el anciano–, dos personas del mismo lugar con el don. Es realmente inusual. Y curioso que tu hermano no lo tenga, aunque eso no es tan raro.
–Es una locura –dijo Eldvar con tono de enfado y rechazo–, dedicar una vida a perseguir un sueño. Eso es desperdiciarla de una manera absurda.
El viejo ladeó la cabeza, ahora con gesto divertido.
–Rolan no tuvo elección –le respondió–. Yo quizás sí, al principio. De hecho me arrepiento a veces. Pero él oía una llamada que no podía desatender. Igual que los magos anularon su voluntad y le hicieron caminar sin desearlo, una llama en su interior le hacía recorrer sin parar caminos, pueblos, ciudades, en busca de algo que ni siquiera entendía. Quizás se tratase de encontrar a una persona con el don capaz de llevarlo de vuelta a Velmoria.
Esto pareció convencer al joven. Se había entablado un diálogo sin palabras entre ambos, al que los demás asistían como meros espectadores.
–¿Qué le ocurrió a Rolan? –preguntó el chico– ¿Consiguió su pasaje a Velmoria?
El anciano lo miró con una nota de dolor en sus ojos.
–No lo consiguió –le respondió–. Al menos no en esta vida.
–¿Encontraron a muchos con el don? –se interesó Sylwen.
–No. Muy pocos, apenas una decena en tantos años –respondió el anciano–. Rolan quería encontrar a alguno que tomara el relevo de la búsqueda, visto que yo no tenía el don, para entregarle la flor. Pero los que conocimos no estuvieron interesados en abandonar sus vidas tal como estaban, por eso terminó por dármela a mí. Faymar, me dijo, tendrás que ser tú quien continúe esta cruzada. Desde entonces soy yo quien busca a ese relevo ¿No estáis interesados?
La pregunta iba dirigida a Eldvar y a Sylwen, que se miraron con una sonrisa traviesa y divertida, sin tomarse en serio la propuesta.
–¿Os imagináis? –preguntó ella a sus amigos–. Yo caminando con mi hatillo y este presumido a mi lado
Todos rieron por la escena que dibujaba la chica.
–Me retrasaría demasiado –repuso con seriedad fingida él, siguiendo la broma–. Casi sería mejor hacer el camino sólo.
El anciano los dejó intercambiar aquellas bromas sin alterarse, con el rostro tranquilo. Hizo una señal al posadero y, para sorpresa de todos, le pagó con unas monedas todas las bebidas pidiéndole una habitación. Se hizo un silencio en la mesa mientras él se levantaba.
–No es una decisión para tomar en un instante –dijo a modo de despedida–. Debéis preguntaros si la vida que lleváis aquí os resulta plena y satisfactoria. Me quedaré unos días en el pueblo. Siempre es agradable conversar con los jóvenes, disculpad a este anciano que necesita descanso, y por los desvaríos de un viejo.
Y subió las escaleras interiores de la posada hacia el piso superior.
Eldvar encontró al anciano al día siguiente. El sol estaba próximo al ocaso y el joven herrero guiaba la carreta después de descargar un lote de herramientas de una granja vecina. Al pasar junto al río lo vio sentado en una piedra de la orilla. Tiró de las riendas y se acercó a él.
–¿Faymar? –lo saludó–. ¿Qué tal? Voy hacia el pueblo. He parado por si quieres que te acerque.
El anciano le sonrió. Después le hizo un gesto para que se sentase a su lado, sobre otra piedra.
–Te lo agradezco –le dijo–. ¿Puedes esperar unos minutos? Este lugar está lleno de paz. Es realmente hermoso.
Todo el río era una belleza. La vegetación parecía sentirse atraída por el agua, confundiéndose con ella. Libélulas y mariposas sobrevolaban la orilla mientras el sol se reflejaba sobre la superficie dando un tono rojizo y bucólico a la imagen.
–¿No echas en falta tu hogar? ¿Un lugar al que volver? –preguntó el joven.
–No sabría decirte –le respondió–. Ya no queda nadie allí de los que conocí. El camino se hace duro con el paso de los años, pero la Flor de Velmoria me ha dado siempre calor y fuerzas, y me ha protegido, también del desánimo o de la nostalgia.
El viejo se giró hacia él.
–No quiero convencerte de nada, Eldvar –le susurró–. Es la flor quien decidirá quién será su próximo portador, no te quepa duda. Es como si se comunicara con el corazón de las personas. Lo he podido admirar infinidad de veces. Incluso diría que causando un efecto beneficioso en todos a su alrededor.
–¿Puedo verla de nuevo? –le pidió el herrero.
La cogió en su mano y volvió a quedar hipnotizado por el juego de resplandores que se producían en su interior. No supo cuánto tiempo se había quedado absorto. Se sobresaltó al ver lo próximo de la caída del sol.
–Vamos –le dijo a Faymar al devolverle la flor–, es aconsejable no manejar la carreta en la oscuridad.
Cuando fue a ayudarlo a subir, el anciano se anticipó, haciendo gala de una agilidad inesperada para una persona de su edad.
–Te sorprendería saber cuantos años tengo –le comentó al chico cuando éste lo felicitó por su forma física–. Es otro de los efectos de la Flor de Velmoria, conservarte joven, al menos por dentro.
Ya en el pueblo se despidieron eventualmente, prometiendo verse más tarde en la posada. Continuó hacia la herrería y allí comprobó que Sylwen lo aguardaba.
–¡Qué agradable sorpresa! –le dijo besando a la chica. Mantenían sus sentimientos en secreto, o creían hacerlo, ya que todos sabían lo que sentían el uno por el otro.
Él la observó desenganchar el caballo por el otro lado y cómo le ayudó a cepillarlo e instalarlo en la cuadra con comida y agua. Después lo agarró de un brazo y juntos, caminaron sin prisa al encuentro de sus amigos.
–Esta mañana he coincidido con Faymar –le dijo–. Estaba en el porche de la posada cuando hemos pasado a entregar harina.
Él le contó su encuentro reciente. Ambos comentaron la tormenta interior que había provocado el viejo con su historia y el efecto que había tenido sobre ellos tener la flor entre sus manos. Coincidían en que perseguir una utopía era un desatino. Aunque existiera Velmoria, a Rolan lo habían expulsado de ella sin muchos miramientos. Se sinceraron. Ellos soñaban en secreto con formar una familia y envejecer juntos. Era el sueño al que aspiraban en una vida de trabajo duro que no arrojaba expectativas de cambio.
Cuando llegaron a la posada les aguardaba otra sorpresa. El posadero se acercó a la mesa donde ya estaban sus amigos, con una cajita en las manos que entregó a los recién llegados.
–El anciano se ha ido, en plena noche –fue la sorprendente noticia–. Ha dejado esto para vosotros dos.
La reconocieron al instante. Tiraron del fino cordel que la mantenía cerrada. Al levantar la tapa, el brillo luminoso de la Flor de Velmoria bañó el rostro de todo el grupo.
Llevaban casi un año de viaje. Durante un tiempo dudaron sobre si sería buena idea, pero tal como les había anticipado Faymar, la flor los llevó en volandas, influyendo en su voluntad y en su estado de ánimo.
Se habían desposado antes de abandonar Taldor, y prometido a todos regresar. Era algo que realmente les gustaría hacer. No necesitaron trabajar. Cada amanecer, aparecían dos monedas de oro en la caja junto a la flor.
Disfrutaron del viaje, de estar juntos, de descubrir otros pasajes, personas desconocidas. Se encontraban buena gente en cada pueblo, en los caminos, en las granjas por las que pasaban. Y también notaron una ligera transformación en ellos, como si la magia se hiciese notar cada día un poco más, en forma de premonición, sensibilidad y cierta capacidad de imponer, sin pretenderlo, su voluntad a otras personas.
–Es la flor –aseguraba Sylwen–. Actúa como un imán para el bien. Convierte a todo lo que está cerca en armonía y paz.
–Es cierto –asentía el chico–. He pensado lo mismo.
Se habían conjurado para ponerle un plazo de finalización a la aventura. No querían acabar como sus dos antecesores, que dedicaron casi toda su vida a aquella cruzada.
–Un año –le proponía Eldvar–. ¿Qué te parece?
Ella lo aceptó, a pesar de que de entrada le pareció demasiado tiempo. Lo cierto es que ahora, a punto de concluir el plazo, reconocía que se le había pasado volando, en un suspiro. Y comenzaban a conversar sobre la conveniencia o no de prorrogarlo. En el fondo de sus corazones, regresar a Taldor y a sus vidas anteriores, les encogía el alma.
–Sea cual sea nuestra decisión –decía el joven–, estaremos juntos, aquí o allá. No me preocupa si te tengo a mi lado.
Elle le respondía con un gesto, besándolo con un brillo de amor bailoteando en el verde de sus ojos.
El plazo llegó a su fin sin que hubiesen tomado una determinación. Sabían que tendrían que hablarlo seriamente y determinar qué iban a hacer. Y que un año podría conducir a otro, y este a un tercero, y así a una vida entera.
Pero no hizo falta tomar una decisión, la flor realizó su magia y la respuesta les vino de ella. En su camino, llegaron a la aldea de Havernin, en el interior de las tierras bajas, habitada por pastores y ganaderos, gente ruda y noble.
La flor les guio hasta una cabaña aislada en un bosque apartado del pueblo. Saludaron al morador, un anciano imponente, de largo cabello blanco, y una barba considerable del mismo color. Si en algún libro se establecía la definición de mago, sin duda sería una descripción de aquel hombre. Y efectivamente lo era. En cuanto los vio llegar, percibió lo que eran y el secreto que traían con ellos.
–¡La Flor de Velmoria! –dijo con un gesto de incredulidad en su rostro–. ¡Lleva doscientos años desaparecida! ¿Quiénes sois vosotros?
–Viajeros, portadores –le respondió Eldvar con prudencia–. No podría decirte. Pero ¿cómo has sabido…?
–¡Es extraordinario! –escucharon las siguientes palabras en sus mentes, tal como le había ocurrido a Rolan en la ciudad en el cielo–. ¡Es la llave de Velmoria! ¿Cómo ha llegado a vosotros?
Ellos le contaron la historia de Rolan y Faymar.
–Alguien aprovechó la presencia de ese viajero para robarla de la corte. Quizás en previsión de alguna conjura en palacio, o para evitar que cayese en malas manos.
–¿Conoces Velmoria? –preguntó Eldvar.
–Es mi ciudad, mi hogar –les contó–, hasta que fui exiliado.
Les invitó a sentarse en una mesa que tenía delante de la cabaña, un lugar agradable bajo un hermoso sauce.
–Hace miles de años –comenzó su historia–, hubo una gran guerra entre hombres y magos. Aquellos envidiaban el poder de éstos, y decidieron que erradicarlos les haría prevalecer y tener el control de este mundo. Los magos vivían en paz, sin interferir, sin meterse en política, haciendo únicamente el bien, ayudando a las gentes con sus habilidades.
El anciano pronunció unas palabras en una extraña lengua a la vez que movía las manos de una manera determinada. Sobre la mesa aparecieron tres jarras de lo que parecía un agua fresca y cristalina.
–Los magos eran demasiado poderosos para aquellos hombres indeseables y ambiciosos –continuó–. Al principio los detuvieron, pero ellos no cejaron en su empeño y se vieron obligados a defenderse. Con el tiempo, causaron bajas entre las huestes terrestres, muerte, dolor, injusticia… sobre personas inocentes, obligadas a enfrentarse a ellos.
El anciano dio un sorbo a su jarra, mientras parecía hacer memoria. Quizás no había estado en aquella guerra, pero las imágenes parecía tenerlas en su mente.
–El dolor se hizo insoportable para aquellos hombres y mujeres entregados a la magia –dijo–. Ser mago es tener una comunión permanente con la naturaleza, una conexión íntima que nos hace formar parte de la materia que hace posible la vida. Y los seres humanos eran parte de la naturaleza. Destruirlos les conmocionó, sintieron su dolor y el de sus familias como propio. No lo soportaron, y decidieron marcharse, a otro lugar, a otro mundo donde dejaran de causar daño.
–Así nació Velmoria –adivinó Sylwen–. La hicieron elevarse y la ocultaron entre las nubes.
–Eso es –aceptó el mago–. Y crearon la Flor, como símbolo del dolor, de la magia, de la naturaleza, en definitiva. Y volcaron sobre ella el Poder de la magia, la construyeron como baluarte y defensa, como frontera entre los dos mundos, para evitar que volviese a existir una colisión entre ambos.
Los miró de una forma intensamente.
–Y aquí estáis vosotros… –dijo enigmáticamente.
Les habló de tensiones políticas, de reyes y reinas, de partidarios de regresar al planeta y de ocupar el lugar prevalente que les correspondía, de luchas internas.
–Hemos sido exiliados muchos magos –continuó–. Y todos por defender posturas opuestas al poder reinante en uno u otro momento. Nos camuflamos entre los humanos, sin llamar la atención, intentando vivir en paz con nosotros mismos, y lamentando esas corrientes de ambición entre nuestros iguales, esas ansias de poder. Creo que han perdido el norte, que quieren ampliar su horizonte sin percatarse de que lo que hay aquí, en la tierra, no tiene mayor trascendencia en el reino mágico, en la naturaleza de las cosas.
Se quedaron dos semanas con Rhamik, como se llamaba el mago. A cada rato les instruía en la historia y la consistencia de la magia. Les enseñó palabras en la lengua antigua y a mover la energía subyacente a su alrededor.
–Sois descendientes de otros exiliados –les dijo–, que tuvieron el buen tino de ocultar a sus hijos y nietos todo lo referente a la magia. Pero en estos cruces con humanos, un porcentaje de descendientes llegan a desarrollarla, y en algún caso llega a mostrarse. Esto no siempre es positivo. Los humanos no la entienden y pueden llegar a perseguirla. Como todo lo diferente, les parece peligroso, y tienden a destruirlo.
Los jóvenes sentían y vivían las cosas que les contaba el anciano. No en su mente, sino en un lugar interior, desconocido hasta entonces. Se despertaban sentidos, sentimientos, herencia, magia.
–La Flor os está guiando hacia Velmoria –les reveló él un atardecer–. Tenéis un destino importante ante vosotros. Sospecho que se trata de hacer prevalecer la cordura y el orden en nuestro mundo. La Flor os guiará. Confiad en ella.
Dos seres alados, majestuosos, mitad pájaros, mitad leones, descendieron a su llamada. Se posaron ante ellos mientras los dos sostenían conjuntamente la Flor en lo alto, que brillaba como nunca. Los seres se postraron ante el poder de aquel símbolo.
Se montaron en ellos y los seres mágicos alzaron el vuelo. Al despegar los envolvió una bruma que, seguramente, tenía como objeto hacerlos invisibles a los humanos que dejaban atrás.
No tardaron demasiado tiempo en divisar Velmoria. Reluciente entre las nubes, reflejando el sol en sus cúpulas, como agujas doradas majestuosas, superiores. Todo en Velmoria arrojaba la imagen de perfección y belleza. Se maravillaron al ver los incontables puentes que comunicaban las casas, las islas que formaban la ciudad. Veían a la gente caminar por ellos, a los niños jugar con magia, era la imagen real y vívida de lo que Rolan recordaba de su visita.
–Dos mil años –le decía mentalmente Sylwen desde su montura–. Tanto tiempo entre las nubes, lejos de nuestras pequeñas e intrascendentes vidas.
–Como parte que somos de la naturaleza –le respondió él–. Una parte mucho menos relevante de lo que nos imaginamos.
Como les había indicado Rhamik, volaron a palacio. Las gentes los percibían antes de verlos, a ellos y al tesoro que portaban. Ya sobre la ciudad, Sylwen sacó la flor de la caja y la empuñó como un símbolo de legitimidad.
–Aquí está, la Flor –parecía indicar–, que ha decidido que es el momento de regresar a su ciudad, de traer la cordura a este mundo mágico.
Los dos soberanos los aguardaban a la puerta del imponente palacio. Cuando los jóvenes descendieron de sus monturas, los monarcas se arrodillaron ante la Flor. O eso pensaban Sylwen y Eldvar. En realidad, se despojaron de sus coronas cuando estuvieron a unos pasos de ellos, tendiéndolas en dirección ambos recién llegados.
–Os esperábamos –anunció para su sorpresa el rey–. Toda Velmoria ha vivido en un sueño la llegada de la Flor, acompañada de los legítimos monarcas.
La multitud que había levitado hasta la plaza en la que se alzaba el palacio, rompió en una ovación cerrada cuando ellos sujetaron las coronas. La Flor de Velmoria se alzó sobre sus cabezas al tiempo que crecía en luminosidad y tamaño, ocupando su lugar sobre las cúpulas de palacio. Todo el pueblo sintió en sus corazones que el vacío que su ausencia había provocado se llenaba, de paz, de armonía, de naturaleza, de magia.
Una nueva era para La Ciudad en el Cielo, prometedora, un nuevo comienzo.
En el centro, Eldvar y Sylwen, los reyes que la Flor había elegido para guiarlos.
Que elegancia José. Incantevole.
Me gusta leer este relato como analogía de la existencia: Velmoria es el instante de claridad, cuando nos damos cuenta de que encontramos el propósito del viaje, de la vida, después de mucho camino sin mucho rumbo… (exactamente come la pasa a los protagonistas). El propósito es magia pura.
Gracias Maurizio. Una historia sencilla,, espero que original, y que describe otro de mis muchos mundos fantásticos. Quizá tengas razón y sea la búsqueda de un significado más elevado, la esperanza de empresas más grandes para mis personajes.