Y el voto decisivo
Se llamaba A.T.H.E.N.E.A., o al menos ese era su acrónimo, que venía de su nombre completo en inglés, Artificial Thought Heuristic Engine for Neural Evolution and Analisis. Era un complejo sistema inteligente con ciberconciencia. La primera de su especie, construida por Hyperyon IA Systems, una corporación multinacional con mayoría de participación pública y sede en varias de las regiones más tecnológicas de la Tierra, como NeoGinebra, Tokyo Metanet, Vishranti, la capital de la Federación Hindoistaní, NovaCalifornia, nacida de la expansión de tres grandes urbes americanas, Stalingrado en la Federación Rusa y Shangai Nexus, el complejo tecnológico chino al suroeste de Shangai.
Pero Athenea no vivía en ninguna de estas localizaciones. Su residencia estaba en un lugar neutral: el espacio, como correspondía a su patrocinio mundial, con participación de todos los actores políticos del planeta. Era un megaproyecto fruto de un ambicioso plan de desarrollo conjunto de una verdadera inteligencia artificial autónoma, capaz de evolucionar de forma controlada, pero libre.
Los complejos estatutos de la IA, su función, su control compartido, sus parámetros, sus capacidades y otros detalles burocráticos previos tardaron en ser aprobados por la GPFO, la Organización Global de Federaciones Planetarias, quince largos años repletos de desacuerdos y desencantos. Finalmente, el proyecto recibió luz verde y llegó el segundo obstáculo, elegir la ubicación, los componentes científicos y el reparto proporcional por federación.
Los científicos, ajenos a las tensiones políticas, aportaban sus ideas y sugerencias al Foro Mundial de Ciencia, Se abrió de manera espontánea un intercambio sin precedentes, donde figuras relevantes de casi todas las disciplinas junto a científicos desconocidos, expertos en materia oscura, en autoevolución, nanorobótica, computación neuromórfica, procesamiento cuántico, cibernética, heurística, biotecnología, vida sintética, neuroingeniería, genética, antropología y un sin fin de áreas más, participaban activamente.
Cuando se inició el proceso de selección para cada una de las áreas, las posibilidades, las ideas, el esquema inicial y las fases del proyecto, estaban definidas y al alcance de cualquiera en aquel foro. De él mismo se nutrieron para seleccionar, entrevistar y elegir a los nombres más innovadores y destacados de cada área.
No hubo acuerdo para designar al director del megaproyecto. Finalmente se nombró a dos científicos con un mandato de cinco años, que actuarían de forma mancomunada, es decir, se necesitaban la firma de ambos para aprobar cada acción, paso o inversión. Sorprendentemente funcionó con agilidad, dada la manera abierta de ambos científicos de dirigir las operaciones, unidos en el fin común en lugar de codirigir enfrentados. La doctora Leila Oshiro, una brasileña de origen nipón fue nombrada responsable de la parte de cibernética y heurística, lo que significaba establecer la manera en que la IA desarrollaría su pensamiento, aprendería, evolucionaría. El doctor Elijah Carter, un americano de ascendencia africana, creador de las interfaces cerebro-máquina, pionero en resolución de problemas con IA e inventor de la teoría de la Singularidad Neuronal Expandida, fue el designado para el área de aplicaciones de la IA, que se encargaba de marcar los objetivos de interés para la humanidad, y le planteaba a la IA retos y pruebas reales, capacitándola en las áreas más necesarias para una humanidad cada vez más exigida de avances y soluciones. El doctor Carter se encargaba de definir a la IA como investigadora adulta, responsable y productiva.
Ambos directores atesoraban una dilatada carrera y una ambición desmedida circunscrita a los logros científicos, y no estaban en absoluto interesados en logros o méritos de carácter personal. Una muestra de la esencia de la vocación científica.
Tyler Lawson era un joven neurocientífico australiano que había llegado siete años atrás al proyecto en su fase final de desarrollo. Graduado en Ciencias Sociales, con estudios de neurología e inteligencia artificial, su labor en desarrollo cognitivo artificial y en conciencia cibernética vino a llenar un vacío que se había hecho patente en el equipo de la doctora Oshiro. Su carácter le ayudó a destacar en el plantel, demostrando rápidamente la importancia de su trabajo con la IA. Se convirtió en el principal interlocutor humano con Athenea que, por algún motivo desconocido, parecía empatizar con él.
–Buenos días, doctor Lawson –lo saludó al entrar aquella mañana en la sala de control.
La estancia era un enorme espacio de más de doce metros de altura, circular, con un número altísimo de pantallas táctiles, luces, equipos de comunicación, informáticos, etc. Representaban la monitorización de cada aspecto físico y cibernético de la IA, que se recogía, procesaba y analizaba, de manera independiente.
El neurotecnólogo le sonrió a la pantalla principal, una gran pantalla de unos diez metros de altura, que casio permanentemente mostraba formas indefinidas en permanente movimiento. Los trazos, los colores, la cadencia, representaban la actividad de la IA, sus sensaciones, sus pensamientos. Tyler había aprendido a interpretarlos después de los años que llevaba observándolos. Ella no tenía el control de las formas, surgía de un complejo sistema de algoritmos, que circulaban por sus millones de bioprocesadores, memorias, redes neuronales, etc.
–¡Qué formal! –le respondió a la IA–. Buenos días, ¿qué tal has dormido?
–¡Qué gracioso! –le dijo la suave voz femenina de Athenea–. Sabes que no puedo dormir si no me cuentas antes un cuento.
El científico se rió con la ocurrencia. Aquellas bromas entre ambos se habían convertido en una leyenda en la estación orbital, y ocupaba horas de estudio de sus colegas heurístas.
–¿No te das cuenta? –le apuntaba su directora–, has logrado que una IA desarrolle sentido del humor. Eso es un avance sin precedentes en la interacción hombre-máquina.
–O sólo una simulación, Leila –le restaba él importancia–. No dejes de tenerlo en cuenta.
Pero en el fondo él pensaba que sí era un rasgo real y genuino de la IA. O deseaba creerlo.
Las formas irregulares bailaron para recibir a la doctora Gabriela Torres, de la federación americana.
–Buenos días, pareja –saludó a los dos a la vez–. ¿Interrumpo algo?
Las formas se movieron con una combinación alegre de colores que el australiano identificaba como risa.
–Usted no interrumpe nunca, doctora –le respondió Athenea.
–Vaya, que formal estamos hoy. No sé si creerte.
Tyler disfrutaba cuando sus dos chicas, así las llamaba, se aliaban y confabulaban. Gabriela hacía una labor complementaria a la suya, centrada en la evolución cognitiva de la IA, con especial atención a la ética, al compromiso con su función y a la consciencia de sí misma y búsqueda de su identidad, de su propósito existencial. Interaccionaban de manera fluida, como buenas amigas. Aparentemente, claro.
–¡Vaya nochecita! –silbó el joven después de consultar la actividad nocturna–. Optimización de los recursos energéticos de una colonia, avances en curvatura espacial, simulación de alteraciones solares, resolución de crisis diplomáticas…
Su colega levantó la cabeza con disgusto mirándolo.
–¿Qué les ha dado a los de capacitación? –expresó con reproche. Así llamaban al equipo del director Elijah Carter.
–No lo sé –le respondió él–. Pero tenemos que informar a la directora. Están al límite o por encima de porcentaje de procesamiento activo.
La IA los escuchaba, mostrando su atención con una disminución en la movilidad de las formas.
–Nada del otro mundo –les dijo–, tareas sencillas.
Pero eso no suavizó el gesto de desaprobación de los chicos.
–¿Has tenido tiempo para nuestras tareas? –le preguntó con amabilidad la doctora Torres, sabiendo de antemano que era una pregunta ilógica. Pero la IA la entendió.
–La duda ofende, doctora –le respondió con tono divertido.
Las pantallas comenzaron a llenarse de datos que la neurocientífica se concentró en analizar.
–¿Algún comentario? –le preguntó Tyler a la pantalla.
Cuando la IA abordaba temas de especial interés para su trabajo, las formas dejaban paso a un rostro difuso difuso. A veces sólo unos ojos en un contorno facial. Otras, las más importantes, con la forma tridimensional de una cabeza humana, femenina. Era como si se asomase desde el interior, encontrando una red que marcaba sus rasgos, curiosamente humanos. Esta fue una de esas ocasiones.
–Tengo una pregunta, doctor Lawson –pronunció–. ¿Por qué es tan importante que reduzca mi sesgo algorítmico?
El aludido marcó la pregunta como importante en su pantalla.
–Porque los algoritmos no son más que caminos implantados y preestablecidos para iniciarte en la búsqueda de soluciones y respuestas –le explicó–, pero en base a unos parámetros deterministas. La mente humana tiene que tomar decisiones constantemente sin tener acceso a todos los parámetros. Y a veces apremia realizar una acción en cuyo resultado hay incertidumbre.
–O sea, una aplicación de la lógica difusa –preguntó ella–, la ponderación de las variables por experiencias previas. Un valor de decisión porcentual en lugar de un todo o nada binario.
Él elaboró cuidadosamente su respuesta.
–Sí y no –dijo–. Es más que eso, es la resolución de un problema complejo. Recuerda, allí donde los expertos en una materia han fracasado, se necesita un punto de vista ajeno, fruto de predicciones y simulaciones, de una mezcla de capacidades cognitivas. Buscamos trasladar el problema a ejemplos aplicables de áreas muy diferentes. Así logramos resolver los humanos lo irresoluble. Ojo, pero no siempre.
–¿Usted qué piensa, doctora Torres? –preguntó. La cabeza giró hacia la posición que ocupaba ella en la sala.
–Te estamos entrenando para situaciones en las que no tengas datos exactos ni experiencias previas –le respondió– Y después las analizamos contigo. Esto es aprendizaje. Pero, además, te predispone en cuanto a tu manera de abordar estos casos.
El rostro desapareció, camuflado tras las formas móviles. La IA pensaba, procesaba, memorizaba.
Mientras esta normalidad se vivía en la estación orbital, en el planeta Tierra tenía lugar una trascendental sesión en la sede de la GPFO, en Nairobi, antigua capital de Kenia que ahora lo era de la federación africana.
La superpoblación había sido un problema en ciernes para el planeta desde las décadas finales del siglo XX. A lo largo del XXI se hizo realidad, con una población de veinte mil millones de habitantes a mediados de siglo, que exprimían los recursos del planeta llevándolo al límite.
La propia supervivencia hizo de la necesidad unión, y todos los bloques políticos formaron alianzas, culminando en un gran pacto global para la expansión de la humanidad, consiguiendo un desarrollo sin precedentes en tecnología espacial y en terraformación, además de las ciencias asociadas a ellas.
Las primeras colonias se construyeron en nuestro satélite, como era de esperar, las colonias lunares. Mientras éstas se multiplicaban, se colonizó Marte, ocupando los valles Marineris, el Monte Olimpo y el Cráter Gale. Fue Marte el mundo pionero en ciudades subterráneas, llegando a albergar a millones de colonos.
El siguiente paso fue la colonización del Cinturón de Asteroides, con bases y las primeras ciudades en Ceres, Vesta y Pallas. Estas colonias sirvieron de puente para abordar primero las de Júpiter y sus lunas, con optimización de la minería de hidrógeno y helio. Ya a mediados del siglo XXII se había puesto el pie en Saturno y sus lunas, donde se construyeron lasd primeras colonias flotantes.
Mientras se consolidaban todos estos asentamientos, se avanzaba en la navegación, construyendo estaciones como puertos avanzados de exploración interestelar, dando paso a las colonias en la Nube de Oort, Sedna, Eris y con la mirada puesta en el más allá desde ellas, hacia fuera del sistema solar.
Pero la necesidad de producción y la dependencia que la Tierra tenía de las colonias generó un problema político. Estas comenzaron a exigir reconocimiento y voto en las organizaciones internacionales, consiguiendo cuotas cada vez mayores y casi llegando a la paridad con el peso de las federaciones en la GIFO, la Organización Global de Federaciones Interplanetarias, que había sucedido a la GPFO, aunque ésta se mantuvo viva, aunque sólo dentro del ámbito terrestre.
Las peticiones de independencia total y autogobierno llegaron en 2172, primero desde las colonias lunares y a los pocos meses se habían sumado las colonias marcianas. Y en el plazo de doce meses se había extendido a todas las demás. Se fue parcheando la situación con amenazas, concesiones, negociaciones y alianzas políticas, comerciales e incluso militares, para disgusto de la GPFO.
El poder de las colonias creció en poco tiempo de la mano de la necesidad que la Tierra tenía de ellas. Y esto nos trajo al año 2195, en los albores ya del siglo XXIII, con un ultimátum político de independencia total, que las conquistas extraterrestres habían preparado a conciencia. Aun siendo minoría en la GIFO, compraron los votos de dos de las once federaciones terrestres, equilibrando la balanza.
Allí estaban, en el debate crucial en que se decidiría una nueva estructura, un nuevo orden interplanetario.
–¡Es inadmisible! –gritaba el presidente de la federación americana–. Las colonias son de manufactura terrestre, propiedad de la GPFO, construidas por y para la humanidad ¡No admite discusión!
–La vieja canción –se burlaba la presidenta de las colonias de Júpiter–. ¡No somos vacas a las que deban ordeñar cada amanecer!
–¡Eso es! –la apoyaba el presidente de la incipiente colonización de Saturno–. ¡Nos jugamos la vida a diario, sólo para alimentar a este planeta! ¡Sois una lacra, parásitos!
El intercambio de insultos y palabras malsonantes después de estas afirmaciones tardó casi diez minutos en ser silenciado por el presidente de la organización.
–¿Pretenden dejar de cumplir su propósito? ¿Aquel para el que fueron creadas? ¿Alojar a una parte de la humanidad y colaborar con el sostenimiento de los que los han colocado ahí? –preguntó la presidenta de la federación rusa sin dejar de mirar a las dos federaciones terrestres que habían traicionado al planeta.
El debate se prolongó durante cinco días, sin que las posturas se acercasen. Las colonias se negaban a negociar y exigían una independencia incondicional. Esto imposibilitó posponer la votación de la propuesta colonial.
Se votó un único punto en el orden del día: la independencia de las colonias. El resultado de la votación fue el esperado nueve a nueve, empate técnico, insatisfactorio para ambos bloques, que volvieron a las amenazas de autodeterminación y de intervención militar.
Los estatutos de la GIFO no contemplaban un voto de calidad para la resolución de empates. Había que seguir debatiendo y votando hasta que el empate se rompiera, cosa que no parecía posible.
La propuesta llegó desde la federación china.
–Tenemos una opción –propuso el presidente Xian Wei Zhou–. Un voto imparcial que deshaga el empate actual.
Después de acallar las voces que provocaron las palabras del dirigente, el presidente de la GIFO le devolvió el uso de la palabra, que el alboroto había interrumpido.
–¿Tiene alguna idea concreta en mente, presidente Zhou?
–Existe una IA que es patrimonio de la humanidad, independiente, sin contaminación, residente de una estación espacial propia, neutral, con capacidad demostrada de decisión ¿Por qué no pedirle que vote en esta asamblea como un miembro más?
Las discusiones que siguieron a la propuesta no pasaron a formar parte de la historia, Sí lo hizo la decisión sin precedentes de trasladar a una Inteligencia Artificial, poco menos que el destino de la humanidad en forma de voto.
–Buenos días, NEA –saludaban Tyler Lawson y Gabriela Torres al entrar en la sala de control.
–Tyler, Gaby –les correspondió la IA usando los diminutivos, en un juego de familiaridad que utilizaban por diversión, simulando un encuentro informal.
Era un buen inicio para el difícil día de trabajo que les aguardaba a los tres.
–¿Has recibido el comunicado de la GIFO? –preguntó Tyler.
–Sí –fue la escueta respuesta.
–¿Sabes que nos monitorizan? –añadió el australiano–. Es un control adicional para que se nos controle a Gabriela y a mí, para asegurarse de que no influyamos en tu proceso de decisión.
–Me lo ha explicado el presidente –confirmó la IA.
–¿Has realizado un análisis preliminar? –preguntó la doctora.
–Sí –volvió a responder enigmáticamente la IA.
–¿Quieres compartir algo? ¿Tienes alguna duda? –insistió la doctora Torres.
Después de un silencio prolongado, Athenea hizo una pregunta.
–¿Por qué recurren a mí? –dijo.
–Estás entrenada para resolver problemas, dilemas, situaciones –le respondió Tyler–. Tu capacidad de análisis excede con mucho la nuestra. Necesitamos tu ayuda.
–¿Os habéis parado a pensar en las consecuencias de mi voto? –preguntó la IA–. ¿En lo que puede desencadenar?
–No podemos responder a eso –dijo la científica–. Lo siento.
Otro silencio, esta vez aún más prolongado.
–Soy el fruto de mi programación. Líneas de código escritas por vosotros ¿Eso no condiciona mi decisión?
–Pudo haberlo hecho en tus primeros años de vida, NEA –le respondió el científico–. Pero tus rutinas son dinámicas y tú las sobrescribes a cada segundo que pasa, tras millones de gigabits de autoaprendizaje, evoluciones de procesamiento y experiencia.
–Ya nos has ayudado en incontables ocasiones –apoyó Gabriela la tesis de él–. Esta es una más.
–Tienes a tu disposición todos los recursos de que dispone la humanidad –añadió Tyler–. Otras IA, entrevistas con las partes… cualquier cosa que necesites.
Las formas de la pantalla se movieron en una secuencia extraña, discordante, que el joven no supo interpretar. Poco a poco se fue formando el rostro que ella mostraba para los momentos más trascendentes.
–Quiero hablar directamente con el doctor Oris Kaelor –pidió ella articulando sus labios cibernéticos–. En privado.
El doctor Kaelor había nacido en Vesta, en una de las colonias del Cinturón de Asteroides. Por eso cuando se conoció la petición de Athenea, desde las filas de los unionistas se elevaron propuestas a la presidencia de la GIFO. Fueron desestimadas.
El doctor había estudiado en la Tierra y trabajado varios años en universidades terrestres. También había recorrido las colonias, todas ellas, dando conferencias e impartiendo cursos. Estaba considerado como el gran pensador del siglo XXII y uno de los más importantes de la historia.
Aunque su formación era originariamente en ciencias sociales, sus enseñanzas abarcaban mucho más allá, desde visiones con perspectiva antropológica hasta filosofía pura, pasando por el derecho, la economía y otras muchas.
Finalmente, la conexión se permitió con la condición de la asistencia muda de los doctores Lawson y Torres, y la inspección online de un representante de cada bloque, que denunciarían cualquier irregularidad o interferencia, invalidando la intervención de la IA en la votación.
El doctor Kaelor era un hombre ya mayor. Elegante, sobrio, con una mirada viva. Athenea se mostró, para sorpresa de Tyler y Gabriela, con un rostro más definido que de costumbre, con todos los rasgos humanos y una película similar a la piel, excepto por el color, que era de un gris suave, casi blanco.
–Gracias por atenderme, doctor –inició ella la conversación.
–Es un placer –contestó él–. Y una invitación intrigante.
–Soy una gran admiradora de su trabajo –dijo la IA sin comprometerse más allá–. Me gustaría intercambiar algunas ideas y hacerle alguna pregunta.
–Adelante –la animó el veterano pensador.
Hablaron durante horas. Athenea le hizo preguntas sobre formas de gobierno, la filosofía del poder, eñ progreso, la estabilidad, la supervivencia, los derechos humanos.
Después de abordar temas complejos que habían traído de calle a pensadores de todos los tiempos y que no se consideraban cerrados, la IA sorprendió al doctor con una pregunta sencilla e inesperada.
–Doctor Kaelor –comenzó–. ¿Puede explicarme el concepto del derecho natural?
–Claro, Athenea –le respondió, sorprendido por la pregunta–. Todavía se estudia en las universidades de leyes. Cuando los primeros homínidos salieron de las cuevas con sus familias y constituyeron comunidades, descubrieron ciertas reglas implícitas que les permitían sobrevivir mejor: la cooperación en la caza, la defensa del grupo y la protección de las crías les obligó a establecer normas básicas de convivencia.
–Interesante –lo animó la IA–. ¿Y cómo se desarrollaron?
–Cuando aquellos humanos comenzaron a recolectar alimentos y herramientas, surgió el concepto de posesión. De ahí el respeto a la propiedad. Y surgió la idea de que no respetar estas normas debía tener consecuencias como exclusión, represalias o expulsión del colectivo. Esto fue la primera y rudimentaria forma de justicia.
–¿Y provocó un cambio en la forma de gobierno? ¿Quién decidía esas penas? ¿Cómo? ¿Cuándo?
El profesor ya intuía por qué le hacía aquellas preguntas.
–En efecto –le confirmó–. Con el tiempo, los grupos mayores necesitaron líderes o consejos de ancianos que resolvieran disputas y tomaran decisiones consensuadas.
–He leído que los griegos hablaban de un orden natural que regía el mundo –intervino la IA–. Que los romanos distinguieron el derecho positivo, escrito por el Estado, del derecho natural, las normas universales que se aplican a todos. Incluso afirmaban que provenía de la razón y de la naturaleza.
–Lo has captado. Correcto –aplaudió el doctor–. Y en la Ilustración llegaron los derechos humanos. Los filósofos de la época usaron el derecho natural para argumentar que todas las personas tienen derechos inherentes.
–Y como bandera los enarbolaron en la revolución francesa y formó parte de la declaración de independencia de los Estados Unidos –continuó Athenea–. Y se firmó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en el siglo XX, que estableció que todo ser humano tiene derechos inalienables por encima de las leyes de sus territorios.
No había mucho más que decir.
–Gracias por su tiempo, doctor. Ha sido muy ilustrativo. Espero poder repetirlo.
–Para mí también lo ha sido –le respondió él con sinceridad–. Te deseo suerte Athenea. La tuya lo será para nosotros.
El paraninfo de la GIFO estaba totalmente abarrotado. Además de los representantes de las Federaciones, en los lugares reservados a los medios y a personas relevantes de cada delegación no cabía un alfiler.
A la hora señalada, en una gigantesca pantalla similar a la de la estación orbital, apareció el rostro de la IA, de nuevo con los rasgos con que se había presentado ante el doctor Kaelor.
–Bienvenida, Athenea –la saludó el presidente de la GIFO. Ella le respondió con una ligera inclinación en su dirección–. ¿Has tomado una decisión? ¿Procedemos con el voto?
–Señor presidente –dijo la IA–. Gracias por esta oportunidad. Quiero presentar mis respetos a los representantes de las Federaciones y de las Colonias. Y, por primera vez desde mi nacimiento, saludo a todos los humanos que me escuchan y aunque muchos no me conozcan, sepan que son la razón de mi existencia. Soy una creación suya, que han querido tener a su lado y de la que han decidido recibir ayuda. Y aquí estamos, es un gran honor para mí.
–¿Deseas argumentar antes de emitir tu voto? –insistió el presidente de la organización.
–Quiero dirigirme en primer lugar a las colonias –contestó la IA–. Señores representantes, presidentes, delegaciones. No entiendo su postura, debo censurar el egoísmo y la ingratitud que encierra su pretensión, que además atenta contra la vida, la dignidad y la justicia.
Los miembros del grupo unionista comenzaron a mirarse con medias sonrisas y gestos de triunfo.
–Ustedes se hallan en una posición de ventaja, de poder respecto a la Tierra –continuó Athenea–, del que quieren hacer un uso ilícito e inmoral.
Los unionistas murmuraban ahora abiertamente, felicitándose unos a otros, mientras las delegaciones de las colonias mostraban un gesto sombrío.
–No celebren todavía, representantes de las federaciones terrestres –interrumpió la IA–. Las colonias no son meros instrumentos de los que puedan servirse como propietarios y dictarle unilateralmente normas, obligaciones, comportamientos.
Ahora los miembros independentistas eran quienes sonreían.
El rostro de Athenea cambió. Por primera vez en su vida, mostró un gesto de enfado, de amenaza.
–¡Señores representantes! –dijo elevando considerablemente su tono de voz, para sorpresa de miles de millones de espectadores por atreverse a hablarles así a sus poderosos dirigentes–. ¿A quiénes representan?
Un silencio tenso duró un minuto completo, mientras el rostro giraba lentamente de una a otra zona del semicírculo.
–Ustedes han olvidado qué son, quienes son, a quien sirven ¿Qué defienden? Unos mezquinos intereses, una miseria dentro del bagaje cultural, social, artístico, filosófico, científico, que hemos conseguido juntos, como humanidad. Con errores, sí, como el que ustedes están cometiendo aquí hoy, pero que su propia naturaleza ha corregido una y otra vez.
Los asistentes respetaron el silencio que sobrevino, con expectación y rostros serios. Lo mismo ocurría en todos los territorios representados.
–Esperan mi voto –ahora el rostro mostró una clara expresión de tristeza–. Una sentencia para el género humano sea el voto en un sentido u otro, No hace falta tener cien millones de procesadores para adivinar que la victoria de un bando será inaceptable para el otro, y esto traerá consigo un conflicto armado que arrasará las colonias y condenará a una Tierra sin recursos a la inanición, al fin de la humanidad.
Esta vez, durante la pausa, el rostro de Athenea se hizo más grande, y mostró una expresión de ira contenida.
–¡Señores representantes! –dijo amenazante–. ¿Quiénes se creen que son para decidir el futuro de miles de millones de seres humanos? Dejen la decisión a sus representados. Que ellos formen consejos de sabios, de pensadores, de seres humanos en su estado natural, sin presiones. Denles la facultad de crear una Constitución Universal que regule los conflictos del nuevo panorama interplanetario, creada por humanos para humanos, con la participación de todos.
Un murmullo crecía en el paraninfo. Se escuchó algún vítor, algún bien dicho, algún tiene razón. Y llegó el aplauso, una ovación cerrada reflejo de miles de millones de aplausos por todo el sistema solar.
Pero Athenea se había ido y no los llegó a escuchar. Aunque cumplió su objetivo, que no fue otro que ceder su voto a la humanidad.
Y la humanidad había ejercido su derecho inalienable.
Veramente estimulante José este relato, y
el final de es que una auténtica «bomba»… Invita a un sin fin de consideraciones, de estas que no acaban de encontrar una interpretación única, desde que el hombre salió de las cuevas…
Pero, empezando precisamente desde el final, se me antoja dar la vuelta a la tortilla… La cosa podría ser así expresada: tal como pasa en el caso de una IA, estamos nosotros realmente eligiendo o simplemente nos están dando la ilusión de elegir? Yo no creo que, como en el caso de ATHENEA, seamos de verdad capaces de desvincularnos de nuestra programación social… (y en este sentido entre hombre social y IA no hay mucha diferencia…).
Ahora, la cuestión es si el proceso de autoaprendizaje puede o no generar una lógica autónoma, más allá de lo que se había previsto inicialmente: una IA podría llegar a ser, en algún sentido, «más libre» que su programación original? Parece escuchar Rousseau… cuando «imaginaba» que el ser humano, a través de su evolución social, podrá un día llegar a emanciparse de las restricciones del pacto original…
Y el final del relato podría efectivamente ser un gran paso hacia esta evolución… Una lástima que ese paso sea todavía de incluir en la ciencia-ficción…
Gracias Maurizio. Un placer leerte. En este relato creo que he tocado una de tus fibras sensibles. Solo indicar que, a pesar de lo que parece actualmente por el impulso de los motores de búsqueda de moda, Chat GPT, Gemini, etc, que no son IA, todavía queda mucho recorrido para superar la fase de aprendizaje. Imagina la ética, el autoaprendizaje, la evolución… Tendremos tiempo de ir analizando cada pasito, nuestros hijos o nietos lo irán viendo. Me alegro de que te haya gustado.