Y el calentamiento global
Álvaro Soler viajaba como un pasajero más en el Ferry que cubría la ruta de Algeciras a Tánger. Era uno de los agentes más jóvenes y prometedores del Centro Nacional de Inteligencia, los servicios secretos españoles. De madre marroquí esposada con un conocido abogado de la capital, su conocimiento del árabe y de las costumbres de la familia materna le hacían adecuado para esta misión. Viajaba con documentación falsa, como Fernando Sierra, periodista y activista perteneciente a una ONG que se ocupaba de la atención y ayuda a los migrantes en la inmensa oleada que se había producido a nivel mundial, con cientos de millones de personas huyendo de sus lugares de origen, inhabitables para un ser humano.
El joven pensaba en ello mientras contemplaba por uno de los ventanucos, el mar en calma por el que navegaba el ferry. Todo comenzó en el año 2036. No fue un proceso inmediato, repentino, sino el fruto de una larga cadena de acontecimientos y circunstancias que se venían documentando prácticamente desde las primeras emisiones de CO2 a la atmósfera por la quema de combustibles fósiles a finales del siglo XIX.
La primera denominación fundada del futuro apocalíptico hacia el que caminábamos fue la de “cambio climático”. El calentamiento global provocó desastres naturales nunca antes conocidos, como el huracán Harvey en Texas en 2017, los incendios en Australia en 2019 con más de dieciocho millones de hectáreas quemadas, el ciclón Idán en el sudoeste de África con millones de desplazados, las olas de calor de Europa en 2020, las inundaciones en India, Bangladesh y Nepal, los incendios recurrentes en California, las tormentas de nieve inusuales por todo el mundo, sequías severas en África, inundaciones en Centroeuropa, reactivación de volcanes dormidos y una inacabable lista de otros sucesos similares.
A partir de ellos, la situación se agravó y la frecuencia de estos desastres naturales aumentó. Lo que se había predicho que ocurriría a finales del siglo XXI se anticipó sesenta años. Además del incremento de la temperatura global, de la subida del nivel del mar, de los fenómenos meteorológicos extremos, de la pérdida de más de un millón de especies de plantas y animales, acentuada en los mares por el calentamiento y la acidificación de los océanos., las consecuencias económicas y sociales fueron devastadoras.
En España se vivió en primera persona la crisis migratoria de África. Muchas áreas de este continente se volvieron inhabitables, al igual que en Oriente medio y en otras regiones de Asia y América, con temperaturas por encima de los cincuenta grados. La comida escaseó, el agua se convirtió en el bien más preciado y cientos de millones de personas huyeron hacia el norte.
La Unión Europea intentó mantener una frágil estabilidad entre la ayuda humanitaria y la creciente presión social. España se convirtió en el punto principal de entrada de migrantes, seguido por Italia y Grecia. El gobierno español puso a todas las instituciones a trabajar en modo de alerta humanitaria. Una labor titánica que cambió a alerta de seguridad tras recibir un informe secreto de la Inteligencia europea, que dio un giro todavía más dramático a la situación, ya de por sí trágica.
Un gabinete de seguridad y emergencia se reunió en el subsuelo del palacio de la Moncloa. A diferencia de otras reuniones que no tenían aquel carácter ultrasecreto, celebradas en el centro de coordinación operativa del Ministerio de Interior, en el propio Estado Mayor de la Defensa, o en las dependencias del CNI, esta se programó en un búnker del subsuelo de la residencia presidencial, lo que daba una idea de su gravedad.
–Jaime –inició sin protocolos el presidente del gobierno dirigiéndose al director del CNI–. Ponnos al día sobre ese “Informe Centinela”. ¿Tenemos más datos?
–Los tenemos, señor presidente –confirmó el director del CNI–. Se han identificado once focos principales desde donde operan los miembros de este grupo por toda Europa. No son células terroristas, sino estructuras de adoctrinamiento social y de reclutamiento de activistas de segundo orden.
Dirigió una mirada a su jefe directo, el ministro del interior, que sujetó una hoja que se dispuso a leer.
–Banlieues, en las afueras de París, Marsella, Molenbeck en Bélgica, Kreuzberg y Colonia en Alemania, Estocolmo, el este de Londres, Slotervaart en los Países Bajos, Roma, Atenas y Madrid.
Se hizo un silencio entre los presentes que evaluaban la gran extensión y expansión que abarcaba la organización terrorista.
–¿Y sobre sus motivos? ¿Su credo? –preguntó el presidente.
–Ahondan en la fractura social, usando el discurso de la injusticia, la discriminación, la religión –respondió el director del CNI.
–El descontento. Ofrecen a los jóvenes un futuro ideal –intervino el ministro de defensa–. Una promesa de control de los territorios, apelando a su mayoría numérica, a un derecho divino y a su fe, la única verdadera.
Estaban también en la reunión el secretario de estado de seguridad, el director de la policía nacional, el de la guardia civil, el secretario de estado para la unión europea, el consejero de seguridad nacional y el jefe del estado mayor de la defensa. Todas las personas clave para enfrentar la amenaza que representaba aquel grupo terrorista.
–¿Qué medidas proponen nuestros socios? –preguntó el presidente.
–Proponen acciones conjuntas –dijo el secretario de estado para la unión–, pero todos miran a España como el referente, el protagonista, el ejemplo a seguir.
–Nos ven como el escudo de Europa –indicó el ministro del interior.
–Es cierto que somos los únicos con capacidad de introducirnos en el origen de la red terrorista –dijo el jefe del estado mayor–. Por proximidad, por experiencia.
El presidente meneó la cabeza en un gesto que todos entendieron. No iban a salvar ellos solos a la Unión. Tendrían que aportar muchos recursos.
–¿Qué estamos haciendo ya por nuestra cuenta, Jaime?
–Hemos infiltrado a uno de nuestros mejores agentes en un campo de refugiados que nos consta que es el epicentro de la organización terrorista. Y activado a todos los agentes destinados en el norte de África. Un despliegue importante, señor presidente.
–Mantennos informados, por favor.
El agente, desde el ferry y caracterizado ya como Fernando Sierra, repasaba la reunión tal como se la había contado su director, consciente de que en él estaban puestas muchas esperanzas de acabar con los terroristas.
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El barco llegó a Tánger a las nueve de la mañana y en el puerto, después de superar la aduana marroquí, el joven se cruzó con otro agente e intercambió con este la maleta, un modelo idéntico. Después, se subió a un autobús con destino al campo de refugiados de Zaidar, a sólo doce kilómetros de la ciudad de Tánger, hacia el sur.
El campo era un caos de organización. A diferencia de sus homólogos más antiguos, se había formado como muchos otros, de una manera espontánea, por su cercanía a las grandes ciudades desde donde partían a diario embarcaciones hacia España e Italia. Su espontaneidad también hacía que su control por las autoridades fuera más laso y facilitara la proliferación de redes ilegales, grupos organizados y, claro, terroristas.
Caminó en busca del puesto médico, el lugar donde sabía que encontraría a otros cooperantes que lo informarían de las posibilidades de ayuda y, con suerte, lo integrarían en la estructura. Lo encontró, como era de esperar, en pleno corazón del caótico campo de refugiados. Era uno de los pocos espacios con algo de orden. El agente vio un edificio prefabricado de tamaño medio, reforzado con madera, lonas y metal reciclado. Paredes blancas y un techo cubierto por paneles solares con los que obtenían un suministro eléctrico básico.
Pasó junto al cartel que anunciaba en árabe, francés e inglés “Puesto médico. Ayuda humanitaria”. A su derecha vio varias camionetas que habían transformado en improvisadas ambulancias, algunas descubiertas. Las colas de enfermos que aguardaban bajo el sol a llegar a la sala de espera eran interminables. Atravesó la sala abarrotada y la zona de triaje donde clasificaban a los enfermos por su gravedad, sin que nadie lo detuviese. Pasó cerca de los consultorios, del área de urgencias y de la farmacia, custodiado todo por algún soldado aquí y allá.
–¿El director del puesto médico? –le preguntó en inglés a un cooperante que a todas luces pertenecía a algún país del centro o norte de Europa.
A la carrera, y sin detenerse, con una bolsa de plasma en una mano, le señaló hacia un box con la cortina entreabierta donde una médico atendía a una niña de unos tres años, conversando con ella y con su desconsolada madre.
La observó. Magrebí, seguramente. Joven, sin hijab, el cásico pañuelo con que se cubrían el cabello muchas mujeres musulmanas. Ella lo llevaba descubierto, negro y brillante como el azabache, recogido en una trenza. Resuelta, amable, llevando el control de la consulta como si estuviese en una clínica exclusiva de Londres sin miles de pacientes haciendo cola. Cuando vio que despedía a la paciente y a su madre, se acercó al box.
–Buenos días –saludó–. ¿La directora del centro médico?
–Por llamarlo de alguna forma –le respondió. De cerca apreció con más nitidez los síntomas de cansancio. Ojeras, palidez, ojos enrojecidos y cabellos rebeldes que se había escapado de su lugar–. ¿Cooperante?
Sin detenerse, pasando al box contiguo, lo obligó a seguirla. Un hombre de mediana edad respiraba dificultosamente sobre una camilla.
–¿Tu especialidad? Dime que eres médico –le preguntó al tiempo que auscultaba con un fonendo al paciente.
–No, lo siento –le respondió en tono de disculpa–. Sólo la formación básica que recibí en mi época de marino, primeros auxilios, inyecciones, vendajes, suturas sencillas. Poca cosa.
Ella lo miró con intensidad durante unos segundos con ojos brillantes. Un regalo.
–No hay casi nada de comida que repartir o cocinar –le dijo–. Las labores de limpieza son inoperantes. El apoyo psicológico, una quimera. ¿Por qué no te quedas con nosotros? Aquí podrás ser útil de verdad, aunque hagas labores sencillas.
Él lo sopesó unos instantes. Podría servir. Lo probaría.
–De acuerdo –aceptó señalando al paciente–, ¿qué puedo hacer?
–¿Sabes poner una vía? –le preguntó con esperanza.
–Claro. Eso entraba en la formación básica. Teníamos unos preciosos brazos de goma.
–Genial –le decía ella mirándolo con sorpresa–, tendremos que buscar a otros marinos.
–Amirah –le tendió la chica la mano–. Amirah Dahdal. Bienvenido.
–Fernando Sierra –le respondió–. Gracias.
–¿Español?
–Lo soy. De madre marroquí.
–Fernando, este hombre necesita un respirador. Debe haber alguno por ahí ¿Puedes conseguirnos uno?
Él salió a la caza, pero regresó sin él. Traía un ambú en una mano y una mascarilla en la otra.
–Tendremos que arreglarnos, y hacer el trabajo del respirador manualmente. Están los tres ocupados.
Asistió a la doctora durante seis horas ininterrumpidas. Se acercaban sanitarios de todo tipo a solicitar instrucciones, ayuda, materiales, y casi todos a regañarla por seguir atendiendo pacientes.
–¡Amirah! ¡Llevas más de treinta horas! –decían. Terminaban volviéndose hacia él–. ¡Sácala de aquí!
Entre bronca y consejo, le presentaba a los otros cooperantes.
–Amirah –le reclamó él en un tono que no admitía réplica cuando la vio tambalearse, sin duda por un desfallecimiento–. Ya es suficiente por hoy.
Ella lo guio hasta su despacho, en el que había un camastro arrimado a una pared. La chica se desplomó en él.
–Te voy a buscar algo para cenar –le dijo el agente.
La joven le respondió algo ininteligible. Cuando regresó con una bandeja de la cocina dormía profundamente. La cubrió con una colcha, acercó una silla y dejó la bandeja sobre ella. No quiso despertarla.
Vagó por las consultas charlando con los que ahora eran sus compañeros, informándose sobre el campo, su idiosincrasia, sus peligros. Después le ayudaron a instalarse en el barracón de los cooperantes.
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Antes de dormir, comió algo y salió a respirar un poco de aire. Era una noche cálida más, casi tanto como el día, lo que sabía que sucedía en gran parte del planeta. Se metió entre las tiendas observando los rostros de la desesperación, de la derrota. Un drama humano que estaba al margen de espías o terroristas, sólo se regía por la supervivencia.
Un hombre de mediana edad le salió al paso. Se dio cuenta de que eran tres, los otros colocados unos metros a su espalda, para cortarle una posible retirada. Se recriminó no haberse anticipado y pensó en el arma que había dejado en la taquilla del barracón. Pero era un agente bien entrenado, lo resolvería.
–¿Quién eres? –le preguntó el que se hallaba frente a él.
–Un cooperante. Del puesto médico –le respondió también en árabe.
–¿Español? –le preguntó el hombre.
–De madre marroquí –precisó él.
Se dio cuenta de que estaban valorando sus intenciones y decidiendo qué hacer con él.
–Quisiera conocer el jefe del campo –dijo lanzando una apuesta atrevida–. He venido a ayudar.
–Levanta los brazos –le dijo el mayor después de pensarlo. Lo registraron. Al fin y al cabo lo llevaban a la boca del lobo y el jefe decidiría qué hacer con él.
La tienda a la que lo condujeron era unas diez veces mayor que la mayor del campo. Bajo las lonas, paredes sólidas. Entró entre los tres guías. Cruzaron unas palabras con los guardias y los hicieron esperar.
–Tú y tú –dijo el que había entrado a preguntar si los recibirían, señalando al mayor y al español–. Entrad.
–Asad Jalil El Masou, malouna –saludó respetuosamente su acompañante inclinando la cabeza ante un hombre de unos cuarenta años, al que había llamado maestro y que los estudiaba con gesto de ira contenida.
–Habib Abdulmalak –le respondió. Su tono de voz era suave y calmado, contrastando con el aspecto fiero de su rostro. Pero el conjunto incrementaba la sensación de peligro que emanaba de aquel hombre–. ¿Qué traes a mi casa?
–Un mestizo, sheik, que pregunta por usted.
El líder magrebí volvió su mirada agresiva hacia el español. Esperó a que éste se explicase. En aquel momento, todo el entrenamiento del agente, las clases, las pruebas, recorrieron su mente como un reflejo inconsciente. Era el momento de la verdad. Ser creíble, convencer o morir.
–Fernando Sierra –se presentó–, periodista y colaborador de una ONG española. He venido a ayudar.
El otro levantó una ceja, en un gesto inequívoco de que quería saber más.
–Llevo aquí veinticuatro horas –continuó–, y ya he comprobado que no es muy útil lo que pueda hacer desde aquí. Lo que esta gente necesita supera la ayuda que se le pueda prestar, por muchos voluntarios que aparezcamos. Lo que necesitan es salir de aquí.
¿Sospechoso, osado, suicida?, pensó. Lo averiguaría pronto.
Asad Jalil lo estudió. El agente sabía por su entrenamiento y por su propia percepción de la situación, que se estaba decidiendo en ese momento sobre su vida o su muerte, sin que él pudiese hacer nada más para influir en el resultado.
El líder hizo un gesto con la mano hacia su acompañante, que salió sin darle la espalda, con la cabeza respetuosamente inclinada, satisfecho sin duda de haber acertado al conducir allí al extranjero.
El líder le hizo ahora al joven un gesto con la misma mano, invitándolo a sentarse cerca de él, lo que Álvaro sabía que era un honor, un privilegio, aunque el propósito fuese seguir testando desde cerca las intenciones del atrevido visitante.
Conversaron durante hora y media. El Mansou se interesó por su familia marroquí, por las costumbres y los valores del Corán que le había enseñado su madre, a escondidas de su padre, se inventó él. Hablaron de su sentimiento de no pertenencia plena a la sociedad española, sobre lo que también mintió. El país, el capitalismo, la situación de los migrantes en Europa. Fernando le reprodujo sus artículos de prensa que el CNI se había cuidado de colgar en diversos medios digitales y redes sociales. Asad le prometió que leería alguno.
–Una gran mujer, tu madre –le dijo con aparente sinceridad–, te ha educado bien, aunque tú lo ignorases, en los principios del profeta, en la verdadera fe.
–Mi madre ha sido la persona más importante de mi vida –le reconocía. Esto era cierto.
–Anta ibn barr –le dijo–, eres un buen hijo. Alá te ha traído hasta mí para que puedas hacer honor a tu madre y a tus orígenes. Me gustará que me visites cuando los enfermos te dejen tiempo.
Aparentemente había pasado la prueba. Pero el agente sabía que ahora se sucederían comprobaciones, investigaciones y pesquisas sobre su identidad y sus intenciones. Avisó a Jaime Lara, su director, de que había llegado esa fase en la que debían extremar los detalles de su cobertura.
Durante cinco semanas trabajó en el turno de la doctora Amirah Dahdal, estableciendo con ella lazos de amistad, empatía y una atracción que intentaban disimular e ignorar, sin demasiado éxito. A veces buscaban un lugar tranquilo donde tomar un té y conversar, apartados del caos y el trabajo. Una duna, un altozano, una hora tardía. Ella se envolvía en un hiyab que la hacía pasar desapercibida entre los refugiados, y cruzaban las tiendas en busca de un lugar recogido.
–¿Qué mundo es éste, Fernando? –le preguntaba–. ¿Dónde están la humanidad, la caridad, la solidaridad?
–Aquí –decía él señalándose el corazón, para después apuntar al suyo–, y ahí. Y no somos los únicos que lo llevamos dentro.
–¿Qué me dices de las penurias de los migrantes en tu país? ¿En Europa?
–Creo que los europeos hacen lo que pueden. Se solidarizan. Se abren a los visitantes, tienen realmente la voluntad de ayudarlos –se quedó en silencio.
–Pero…
–Algunos migrantes no parecen agradecer o valorar el esfuerzo que hacemos –aquí se la estaba jugando. Si la médico tenía alguna relación con la organización, estaba muerto–. Muchos se adaptan, son agradecidos, entienden lo difícil de la situación para los que residen allí. Pero no todos lo hacen.
Un silencio. Ella lo miraba con curiosidad.
–¿Sabes algo de un grupo que reclama derechos, no la igualdad con los europeos, sino el derecho divino, superior, a ser ellos los gobernantes de los países del norte?
Ella asentía.
–Radicales –confirmó–. Nunca contentos con ninguna ayuda, ni tampoco la nuestra. Lo has vivido en el puesto médico. Los dirige el odio, el rencor, la envidia. Afortunadamente son una minoría.
El agente estuvo tentado de sincerarse con ella. Le costó no hacerlo, solamente lo detuvo la posibilidad de ponerla en peligro. Esta lucha interna le hizo darse cuenta de cuán fuertes eran sus sentimientos hacia Amirah.
Entre tanto, se dejó adoctrinar por Asad Jalil El Mansou, que pareció tomarlo bajo su ala, como pupilo personal. Le gustaba hablar con el joven, poner a prueba su inteligencia despierta, su gran capacidad de escuchar y aprender. Sus profesores de psicología, comunicación y vigilancia, estarían orgullosos.
–Miqdam –le dijo un día llamándole por el nombre árabe que le había dado, una traducción libre del suyo, Fernando, cuyo significado era audaz, intrépido–, no nos van a dejar espacio para sobrevivir, nos moriremos de hambre y de enfermedad antes de que se dignen a compartir su pan. Por eso debemos tomar el control.
–Es una tarea hercúlea, sayyid –le respondió–. Una guerra santa como no se ha visto otra en la historia.
–Lo es –aceptó el maestro–, pero también es nuestra obligación sagrada para con los desfavorecidos, para con los seguidores del profeta. Y nosotros no los dejaremos morir de hambre. Estaremos a la altura.
–Malauna –le decía–, ¿cómo puedo ayudar?
–Te necesitamos en Europa –le dijo–. Hijo mío, tienes que ayudar a nuestros hermanos a entender al infiel, a anticiparse a sus movimientos. Así evitarás muchas bajas para ambos bandos.
El joven agente hizo que interiorizaba lo que había oído, asintiendo con mirada de determinación, de compromiso.
–Se que te has encariñado con la directora del puesto médico –le dijo–. Puedo hacer que te acompañe en esta cruzada.
El joven dio un manotazo apartando simbólicamente el tema. Pensó que era la manera de dejarla al margen, a salvo.
–Una mujer no me va a distraer de un objetivo sagrado –dijo con tono despectivo.
Después de recibir todas las instrucciones y las bendiciones de El Mansou, emprendió viaje escoltado por Gazani Abusabbah, uno de los hombres de confianza de la guardia personal del dirigente, su lugarteniente más valioso, le dijo el propio Asad Jalil, los dos hombres más importantes para la labor esencial y más sagrada de las que podían llegar a tener.
El recorrido por los focos que la inteligencia europea había detectado, le hizo al agente conocer de primera mano a sus responsables. Las reticencias iniciales ante un infiel, las venció declarando su voluntad de pronunciar la shahada, el testimonio de fe, y su purificación, el ghusi, el baño ritual. Esta reversión la realizó en la mezquita de Lyon, más discreta e igual de importante que la Gran Mezquita de París.
Durante tres meses estuvo informando al servicio secreto español de la estructura de cada grupo, de sus miembros, de sus planes y estrategias, muchos de los cuales habían sido sugeridos e ideados por él.
–Álvaro –le decía un día el director del CNI–, tenemos que actuar. Ellos están listos, con la presión a punto de estallar en casi todos los grupos. Necesitamos extraerte.
–Señor director –le respondió él–, si me sacan de aquí se darán cuenta de que soy un infiltrado, un topo, cambiarán hasta el último de los planes, se ocultarán, se moverán… Sería un error.
–Pero tenemos que ponerte a salvo – objetaba el director Lara.
–No se preocupe. Me las arreglaré –respondió–. Si quiero pedirle director la extracción de Amirah Dahdal. Saben que tenemos lazos afectivos fuertes y tomarían represalias contra ella si algo sale mal. Simulen una llamada de la familia, anunciándole un accidente de alguno de ellos, para que salga del campo por su propio pie y con un motivo plausible. Después extráiganla, diciéndole que ha sido cosa mía y que la llevan a reunirse conmigo.
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El día designado por la inteligencia europea, se produjo por las fuerzas especiales el asalto simultáneo a edificios, templos, lugares de reunión, residencias, de toda Europa, incluidos campos de refugiados, también el de Zaidar. Se realizaron cientos, miles de detenciones de los responsables marcados por el agente Soler.
Él se encontraba en Alemania, en una casa que la organización utilizaba como lugar franco para sus líderes itinerantes. Cuando la rodearon y se produjo un tiroteo, el plan que había ideado el joven agente hizo que abandonase su estancia en la primera planta, en la esquina noroeste, dejando preparadas cargas explosivas y corriendo a ocultarse en el sótano, tras una falsa pared que había improvisado y que no pasaría una inspección minuciosa. Cuando las fuerzas especiales lanzaron granadas, él hizo explotar las cargas de su estancia. Para los miembros de la organización, su muerte fue evidente y se convirtió en un shahid, un mártir caído en el camino de Dios.
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Estaba muy nervioso. Había mentido a Amirah durante su estancia en el campo de refugiados. Había traicionado su confianza. Entendería que lo odiara por ello, que lo despreciara y no quisiera saber de él.
Entró en uno de los salones del palacio presidencial de la Moncloa, después de haber tenido una reunión de carácter privado con su director y el presidente. Allí estaba ella, sentada en un sillón desde el que contemplaba los jardines, recibiendo la luz por una ventana como si el día quisiera bañarla de una belleza que era innecesaria, porque emanaba de ella hacia fuera y no al contrario. Hermosa, elegante, removiendo su interior como la primera vez que la había visto, atendiendo a una niña en uno de los boxes del puesto médico.
–Amirah –alcanzó a balbucear.
Ella se giró para mirarlo con intensidad. Él apreció el dolor en sus ojos, por las mentiras, por la traición.
–¿Cómo debo llamarte yo? –preguntó con evidente rencor,
Él se acercó al sillón. Cuando estuvo a un metro se arrodilló. Ella pudo ver todos los sentimientos que él experimentaba reflejados en aquellos profundos ojos oscuros, sin duda una herencia materna.
–Me llamo Álvaro Soler –le dijo con un fondo de tristeza en sus palabras, sabiendo que la había perdido para siempre–. Y aunque viviese mil vidas, jamás me perdonaría no haber sido sincero contigo. Sólo intentaba protegerte.
El silencio de ella fue la losa que terminó de aplastar su esperanza y, con ella, su corazón y su alma.
–Creen que he muerto –cambió de tema–, que soy un shahid. Estás a salvo. Puedes regresar a tu vida.
Ella quería llorar, preguntarle, golpearlo. Un mar de emociones a las que su pecho les impedía aflorar. Simplemente asintió.
–Estupendo –dijo. Y se puso en pie para marcharse.
–¿Vas a volver a Zaidar? –le preguntó él.
–Desde luego.
Sobrevino un silencio tenso y una mirada desafiante de la chica.
–¿Puedo acompañarte? Empezar desde cero –escuchaba las palabras como si las pronunciara un extraño que se había hecho con el control de su voz.
–La pregunta le hizo dar a Amirah un respingo. Se giró hacia él con miedo, con alarma en su rostro.
–Te reconocerán –dijo con las pulsaciones al máximo–. No durarías ni dos días.
–Prefiero dos días contigo que una larga vida sin ti.
Ella supo que estaba siendo sincero.
–Fernando… Álvaro, yo…
–He renunciado al CNI –la interrumpió–. Ahora sí soy un voluntario. Y quiero ayudar. Se necesita un enlace entre estos dos mundos que están colisionando. Alguien que les explique la realidad de los otros. Esa era mi idea.
Ella lloró. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Había estado a punto de dar la espalda a lo que sentía por aquel hombre. Se lanzó a sus brazos y se abandonó a esos sentimientos. Lo notó estremecerse y supo que él también lloraba. Levantó su rostro hacia el de él.
–¿No pensarás hacerlo tú solo? –le preguntó antes de besarlo.
Muy bueno, muy dinámico y muy actual.
Muchas gracias, Pilar. Muy amable.
Lectura «affascinante»… además de un recordatorio poderoso de lo que está en juego y lo que podría suceder… El futuro que se describe es tan plausible que no puede non despertar una sensación de irresponsabilidad con respecto nuestra relación con el planeta.
De hecho, lo que al final más me gusta de esta historia es la clara sensación que los villanos del cuento no son los terroristas, sino todos nosotros, los mismos lectores…
El lector como villano del cuento. Curioso.
Grazie mille, Maurizio. Sei molto gentile.
Eres muy amable, me alegra haberte sorprendido… otra vez.
Gracias