Y la princesa de Egipto
La joven egipcia paseaba por el jardín interior del templo, una hermosa zona privada reservada para ellas a la que ningún sacerdote tenía acceso. Era el refugio de las sacerdotisas, que estaban por encima en la jerarquía del culto, un lugar de paz, reflexión, renovación espiritual. Era el espacio preferido en el mundo por Nefertari, a la que le gustaba sentarse al borde de un estanque de loto, símbolos de la creación, introducir su mano en el agua y jugar con ella. Un lugar donde hermosas fuentes que representaban a dioses, hacían brotar con un agua cristalina, fresca. Un agua que parecía en sintonía con el dogma de las sacerdotisas de Isis, la pureza.
Rodeada de vegetación, con plantas que representaban la vida y la fertilidad como lotos, palmas, sauces, mirtos y cipreses. Los aromas de las plantas con propiedades curativas como aloe vera y mirra, también contribuían a hacer mágico y único el lugar.
La joven caminaba descalza. Le gustaba dejar las sandalias en la escalinata, justo donde comenzaba aquel suelo alfombrado de hierba baja, y flotar sobre él verde con su túnica de lino blanca, impoluta, ceñida con el cinturón de cuero y oro y el amuleto sagrado, el Ankh sobre el pecho, la diadema sobre el cabello recogido y un collar ritual que denotaba su estatus superior dentro del templo, a pesar de su juventud.
Desde una ventana de la residencia de las sacerdotisas que daban al jardín, dos sacerdotisas principales conversaban entre ellas sobre la joven Nefertari mientras la observaban pasear.
–Está llamada a realizar grandes cosas –decía la honorable Ankhesunamun, Gran Sacerdotisa del templo de Isis–. No hemos visto a ninguna con el don que vemos en esta chica.
–Quizás –dudaba Hekat, la segunda en la jerarquía del templo–. Ya sabes que para mí, esa naturalidad que tiene, la distrae de las funciones más importantes de una servidora de Isis.
La otra hizo el gesto de dar un manotazo al aire, como si quisiera manifestar lo ridículo o absurdo de su comentario.
–¡Vamos, Hekat! –le rebatía–, ya has visto con tus ojos de lo que es capaz. ¿Son celos eso que noto en tu corazón?
La joven Nefertari, el objeto de aquella conversación, llevaba ocho años en el templo. Había entrado en él a la edad de doce años, por decisión de sus padres. Pero ella sentía curiosidad y fascinación por las sacerdotisas que había conocido en su infancia: sanadoras, creadoras de magia, danzarinas… Las veía en las ceremonias sagradas, con embeleso, desde su mirada inocente de niña. Hermosas, poderosas, respetadas, amadas.
La época de novicia no la defraudó. Los rituales, las prácticas religiosas y las enseñanzas de Isis fueron un buen inicio para lo que llegó después, la medicina, la astronomía y la magia. Fue en esta última etapa donde Nefertari destacó, sorprendiendo con sus cualidades de sanadora. Con catorce años era ya sacerdotisa de segunda clase, un puesto reservado a novicias que despuntaban, todas mayores que ella, y a los dieciséis fue nombrada sacerdotisa de primera clase, el rol más alto dentro del templo, sólo por debajo de las sacerdotisas principales y de la Gran Sacerdotisa. Precisamente ésta, Ankhesunamun, la tomó como su pupila y la llevó consigo muchas veces a palacio, y la hizo testigo de sus encuentros con el Faraón y la familia real.
Allí, la todavía novicia, conoció a la princesa Kiya, una joven de su edad. Kiya encontró en ella a una amiga, una consejera, una referencia con el mundo exterior a la corte, y una chica con la que conversar y que además la introducía en los misterios del mundo espiritual.
También conoció al príncipe Djehuty, hermano de Kiya, dos años mayor que ellas, arrogante y distante, pero que entablaba conversaciones que resultaban interesantes y requerían conocimientos profundos sobre astronomía, matemáticas o historia. Y Nefertari los tenía, por lo que mantenía largos diálogos con él.
Después de la fastuosidad de la corte, la Gran Sacerdotisa la conducía a los barrios más humildes de la ciudad. En aquellas ocasiones su maestra ordenaba regresar al templo a las demás novicias o sacerdotisas que hubiese llevado a palacio, y se adentraba con la chica sóla y sin escolta. La adoración y respeto que los egipcios sentían por las religiosas haría que sacrificasen su vida por ellas, con sólo pedírselo. Con aquellas visitas, Ankhesenamun le daba a su pupila una gran lección de vida, de respeto, de compromiso.
–Somos guardianas espirituales del pueblo, un referente de pureza e integridad, maestras sanadoras, guardianas de la magia. Pero no solo ante los reyes, faraones o nobles, pequeña, lo somos para todo el pueblo.
Nefertari disfrutaba de aquellas visitas. Las familias les mostraban su respeto y su gratitud, Y la gran maestra y ella se sentían cómodas en aquel ambiente, lo disfrutaban de verdad. Sin perder de vista la parte en que la ponía a prueba.
–¿Qué le ocurre a esta joven? –le preguntaba en una de aquellas casas en referencia a una paciente postrada en el lecho.
Primero Nefertari le hacía preguntas a la enferma que, a veces, necesitaba de la aclaración de un familiar según fuera su estado. Averiguaba los síntomas, la localización y frecuencia del dolor, preguntaba por otros como vómitos, fiebre, etc. A continuación, la exploraba como le habían enseñado a hacerlo, con gran concentración, recorriendo con sus manos las zonas afectadas.
–Gran Sacerdotisa –concluía y aventuraba el diagnóstico–, la paciente tiene mal de estómago, con irradiación a los intestinos. Por el dolor, está claro que existe infección. Le subirá la fiebre a no mucho tardar.
La maestra se mantenía seria e imperturbable, pero su pupila leía los signos de aprobación sobre su exploración.
–¿Cómo podemos ayudarla? –le preguntó.
–Preparando una pasta de ajo triturado mezclado con aceite que debe tomar en pequeñas cantidades. Alternarla con té de hinojo o masticar sus semillas directamente. Aplicar una infusión de menta en el abdomen con un ligero masaje. Añadir miel a estos preparados mejorará su efectividad.
–Y su sabor –concluyó la maestra.
Los diagnósticos y la prescripción de la novicia eran siempre acertados y completos. Ambas mujeres habían ido practicando un juego, un ritual privado que las divertía mucho. Era una pequeña transgresión a las creencias y a su posición de sacerdotisas de Isis, pero inofensiva y que no salía de allí.
Nefertari omitía siempre a posta una parte crucial de los tratamientos, los rituales religiosos y mágicos. Dirigía una mirada traviesa a la Gran Sacerdotisa, que simulaba indignarse y enfadarse.
–¡Nefertari! –le regañaba cada vez sin ocultar del todo la diversión en su voz–. ¡No puedes curar el cuerpo sin sostenerlo con un espíritu puro! ¿Qué le falta a tu prescripción?
–Los rituales de purificación y las bendiciones de Isis –respondía la novicia. A un gesto de Ankhesenamun, abría su maat-ankh, la bolsita de carácter sagrado donde transportaban para las visitas los frascos de aceites, semillas, hierbas, preparados, oráculos, amuletos, agua consagrada e incienso.
Con la preparación realizada, la joven entonaba un cántico espiritual, un himno que resultaba terapéutico tan solo por la belleza y frescura de su voz. Todos en la casa se arrodillaban con las manos sobre el corazón y la cabeza inclinada al oírla, como si estuvieran ante la ceremonia más solemne del culto. Algunos se postraban llegando a tocar el suelo con la frente. Aquella devoción que provocaba su pupila en los fieles era para la Gran Sacerdotisa la mayor prueba de su valía, de su espiritualidad particular, diferente, estremecedora.
Después del himno, abría el oráculo y simulaba leer las largas letanías, aunque las recitaba de memoria, invocando la protección de Isis, bendecía un amuleto que entregaba a la paciente, que lo recibía con auténtica devoción, y con los aceites y ungüentos masajeaba el abdomen enfermo con delicadeza, volviendo a invocar la intervención de Isis en la sanación, con otro hermoso cántico.
Si todo había ido como se esperaba, lo que ocurría casi siempre, las dos mujeres pasaban a otro ritual privado consentido por la maestra. Se miraban, entendiéndose. La joven preguntaba y la mayor autorizaba con un significativo gesto, cerrando los párpados y asintiendo imperceptiblemente simulando resignación.
Nefertari le pedía a los mayores que hiciesen venir a los niños de la familia. En aquella casa humilde había tres, entre los seis y los nueve años. Los trajeron y los hicieron colocarse frente a la novicia. Ella, seria, estudiaba los rostros amedrentados de los niños, que lanzaban miradas de soslayo a sus familiares, pidiendo ayuda. Estos les sonreían animosos para tranquilizarlos, sin saber a que atenerse con aquella extraña situación, algo fuera del protocolo de las sanadoras.
La joven les preguntaba sus nombres, todavía seria. Después señalaba a uno y pronunciaba su nombre, generalmente al más pequeño, que se acercaba a obedeciendo al gesto de su dedo.
–A ver tu mano –le pedía. El pequeño extendía temeroso la palma y ella depositaba un pequeño amuleto que surgía de la nada, de entre los pliegues de su túnica, un colgante o un brazalete que hacía brillar de asombro los ojos del niño–. Ven, Henut, vamos a ponértelo. Así, eso es ¡Qué elegante!
Después de colocarlo, subía al pequeño sobre sus rodillas mientras Ankhesunamun mostraba falsa desaprobación por el contacto con una sacerdotisa, meneando la cabeza. En realidad, la pureza de un niño le parecía, como a su pupila, algo a lo que adorar y no censurar. Por eso le divertía y permitía aquella práctica.
A continuación, Nefertari le susurraba algo al oído de Henut y éste se reía, ya perdido el miedo a la sanadora. Otro susurro cómplice y más risas. En respuesta, el pequeño señalaba a uno de sus hermanos o primos, y ella los llamaba y repetía con él o ella el mismo juego. Finalmente y ya estando todos felices con sus amuletos, escuchaban la petición de la sanadora que les hacía volver al estado temeroso, pero obedecían a la novicia y se dirigían lentamente hacia la Gran Sacerdotisa, formando una fila silenciosa ante ella y levantaban los obsequios. La mujer, con toda la ceremonia, bendecía a los amuletos y a los menores.
–Jamás he visto semejante devoción y entrega en las familias –le decía a Hekat, la segunda en el orden de mando del templo, contándole sus visitas–. La adoran, la seguirían a los confines de la oscuridad, hasta la misma morada de Seth.
Los años pasaban y la novicia ascendió por méritos propios en la jerarquía del templo hasta el momento presente. Su amistad con la princesa se mantenía firme, a pesar del matrimonio de Kiya y de su maternidad. Seguían disfrutando juntas cada vez que tenían ocasión. Su esposo, Nakhet, era el mejor amigo del príncipe Djehuty, de familia noble y emparentada con la realeza. Fue un matrimonio deseado por ambos y bien visto por las dos familias, que lo aprobaron. El joven idolatraba a Kiya desde que eran niños, y constituía una de las diversiones entre las dos chicas.
–No mires, princesa –bromeaba Nefertari–, pero ahí viene Nakhet con tu hermano. Ha comenzado a tartamudear antes de hablar.
–Sí –respondía su amiga–, pero mi hermano sólo tiene ojos para la novicia de Isis.
–Por favor, Kiya –simulaba escandalizarse Nefertari–. ¡Un príncipe de Egipto y una futura sacerdotisa de Isis! ¿Quieres que un terremoto derribe las columnas del templo y los techos de palacio? Por cierto, el guapo y alto Nakhet acaba de tropezarse y casi se cae de bruces. Prepárate para verlo con un tono rojizo de piel, un tanto azorado, diría yo.
A pesar de las bromas, a Nefertari le complacía el joven. Tenía un buen corazón y adoraba sin fisuras a su amiga. Cuando se comprometieron, los felicitó sinceramente, muy contenta. Cuando nació su primogénito y después su segunda hija, no dejó de bendecirlos y de mimarlos como si fuera de la familia.
Varios días después de aquel paseo por los jardines, observada por la Gran Sacerdotisa y su segunda, Ankhesenamun llamó a la puerta de su alcoba a altas horas de la noche.
–Vístete, mi niña –la seguía llamando así en privado–. Tenemos que ir a palacio. Te lo explico por el camino, trae tu maat-ankh.
La joven se vistió a toda prisa y revisó la bolsa de curación para asegurarse de que estaba completa. Salió con su maestra a toda velocidad del templo. Sospechaba que la urgencia tenía que ver con la princesa o con sus pequeños. No se equivocaba.
–Es Kiya –le dijo Ankhesunamun–. Me dicen que tiene unas fiebres muy altas. Ha pedido que vayas tú.
Cuando llegaron a palacio las condujeron sin demora a los aposentos de la princesa. Allí estaba su esposo con rostro de desesperación e impotencia. La chica se detuvo un instante ante él y le cogió las manos.
–Nefertari, yo… –comenzó con tono de súplica.
–Lo sé, Nakhet. Tranquilo –le dijo apretando sus manos y mostrando una sonrisa esperanzadora–. Ya estamos aquí. Déjanos con ella.
Su amiga estaba postrada en el lecho, consciente, pero con la mirada perdida. La Gran Sacerdotisa ya exploraba su cuerpo con sus manos expertas. Ella acercó su rostro al de Kiya y tocó su frente. Ardía.
–Preparad un baño de agua fría –ordenó a las sirvientas que aguardaban algo alejadas del lecho–, con agua de lo más profundo del pozo.
Las consternadas mujeres agradecieron tener algo útil que poder hacer por su señora.
–Nefertari –susurró la princesa. Había reconocido su voz.
–Estamos aquí, Kiya –le respondió al oído–, para curarte. Vas a ponerte bien.
Su amiga levantó una mano y ella se la cogió y apretó con fuerza. Ardía también.
–No te ve –dijo su maestra–. Es importante que te sienta a su lado. Está muy grave, hay que mantenerla aferrada a este mundo.
Con el corazón en un puño, la sacerdotisa de Isis entonó un himno, su favorito, una letanía que hablaba de pureza, de esperanza, de bondad, de lo hermosa que era la vida y del maravilloso regalo de los dioses que era poder disfrutarla.
Mientras cantaba y su maestra cambiaba las compresas de agua fría, hizo beber agua fresca con albahaca a su amiga. Había que hidratarla. Después preparó un ungüento con base de menta, hinojo y ajenjo, antitérmicos y antibióticos naturales. Lo untaron por todo el cuerpo de la princesa.
–No he visto una cosa semejante –decía Ankhesunamun–, una fiebre tan agresiva y fulgurante. Apenas responde al tratamiento, como si no fuera una dolencia física. Cántale, mi niña, cántale.
El efecto de la voz de Nefertari se notó de nuevo. Al rostro de Kiya volvieron la relajación y la paz. Perecía plácidamente dormida. Su amiga no le soltaba la mano, que besaba con frecuencia, le susurraba al oído, le contaba bromas, le hablaba de los pequeños, de su esposo Nakhet.
–Bien, sigue así –la animaba su maestra.
Fue el propio Nakhet el que la levantó del lecho y la sumergió en uno de los recipientes de piedra que se usaban en palacio para los baños. Le iban renovando el agua a cada paso sin esperar a que se volviese tibia. Después de una hora la devolvieron al lecho para seguir tratándola con hierbas y ungüentos. Repitieron el baño cada dos horas.
Los cuidados parecían funcionar, aunque la princesa, que había perdido la consciencia, no terminaba de recuperarla. Los rituales religiosos, las invocaciones, los cánticos, se sucedieron durante toda la noche y el día siguiente.
–Descansa un poco –le ordenó a Nefertari la Gran Sacerdotisa.
La joven se tendió junto a la enferma, dejando espacio para no darle calor, pero sin soltar su mano. La maestra le permitió aquella proximidad, casi era su mayor esperanza de curación. La joven sacerdotisa cantó hasta que ella misma se quedó dormida. Y soñó.
En su sueño caminaba por unos jardines desconocidos repletos de plantas exóticas, flores perfumadas, hierbas curativas y frutas, mientras el murmullo del agua que las fuentes dejaban brotar y que recorrían los canales que regaban el jardín, llenaban de vida y espiritualidad aquel lugar.
La vio venir hacia ella sonriendo. Era Kiya. Parecía flotar sobre el suelo. Las dos jóvenes se encontraron y se abrazaron. Hablaban las dos a la vez, pero los sonidos de sus voces no se escuchaban.
Se sentaron desconcertadas en un banco, junto a un canal y una fuente con la imagen de Osiris, con el Ankh en una mano y el Djed en la otra. El mármol del que estaba hecha la estatua, brillaba cada vez más, refulgía y llegó a cegarlas. Cuando acomodaron su vista, la escultura había dejado su sitio a un ente vivo, a la reencarnación o resurrección del dios, de Osisris, el esposo de Isis.
–Escuchadme con atención –dijo con una voz profunda que oyeron claramente–, el caos está regresando a Egipto, de la mano de Apofis. Un gran mal se abalanza sobre Egipto y amenaza con llevarlo a la oscuridad, después de destruir al sol, secuestrando a Rá. Traerá oscuridad, hambruna, sequías, plagas, caos y muerte.
–¿Qué podemos hacer nosotras? –preguntó Nefertari.
–Convócame en ella –le dijo él y señaló a la princesa–. Será el recipiente que necesito para poder enfrentar al mal.
En el mundo real, en la estancia de Kiya, había saltado la alarma. La sacerdotisa, tendida junto a la princesa, había entrado en el mismo estado de inconsciencia o de trance que su amiga. Ankhesenamun ordenó llamar al Faraón para explicarle lo que ocurría allí. Este se presentó rodeado por un séquito de sacerdotes y médicos.
–Hijo de Rá, mi rey –le dijo la Gran Sacerdotisa–. Mi protegida y tu hija se han adentrado en el mundo espiritual. Esto sólo tiene sentido si han sido llamadas por los dioses, y esto significa que una gran amenaza se cierne sobre nosotros. Debemos enviar fuerza espiritual a estas jóvenes, y prepararnos para luchar.
El Faraón convocó a sus ejércitos, que formaron alrededor del palacio como si esperasen un ataque inminente y poderoso. Al pueblo se le conminó a rezar y hacer rituales y sacrificios por las dos mujeres que se interponían entre ellos y el reino de la oscuridad. Miles de personas ocuparon la gigantesca explanada de palacio, lugar de fastuosas ceremonias y celebraciones, portando velas y amuletos sagrados. Las sacerdotisas de Isis organizaron los ritos y cánticos.
En el mundo de los sueños, ajenas a estos sucesos, las dos amigas se miraban después de haber escuchado a Osiris y de que la estatua volviese a recuperar su esencia de mármol.
–Podemos hacerlo –la animó Kiya con una sonrisa–. Eres más poderosa de lo que imaginas.
–Y tú, más fuerte –le respondió ella–. ¡Vamos!
Se cogieron de la mano y una frente a la otra, se sentaron en cuclillas, sobre sus talones. La voz de Nefertari comenzó a sonar, realizando una invocación en forma de cántico. El jardín, las fuentes, la estatua, el suelo, todo a su alrededor se desvaneció. Sólo quedaron las dos mujeres, suspendidas en el vacío, arrodilladas mirándose.
La sacerdotisa notó cómo las fuerzas oscuras golpeaban el escudo que su cántico había creado a su alrededor. Vio cómo se producía la transformación en su amiga. Primero sus ojos, después su aura. El brillo que emanaba de su ser era hermoso, poderoso, era la representación de la vida, el orden, la fuerza renovadora.
La sacerdotisa, sentada en cuclillas frente a Osiris, con la forma de Kiya, observó que el dios le sonreía, para después mirar a un punto por encima de ella. El vacío desapareció y dio paso a un cosmos repleto de estrellas, constelaciones y planetas.
Fue testigo de los rayos, de las bolas de luz y de la energía que la princesa lanzaba desde sus manos. Las seguía con la mirada hasta que se perdían hacia los confines del universo, sin duda con destino a Apofis o a sus huestes. Aparecieron seres extraños, deformes, oscuros, que los acechaban, pero Kiya, Osiris, los fulminaban con la mirada u se desintegraban literalmente al instante.
La noción del tiempo no existió para las dos mujeres. Un segundo o una eternidad después, la armonía que sentían les hizo entender que habían vencido al mal. La luz que emanaba Kiya comenzó a separarse de ella hasta formar junto a ellas, un ente luminoso con la forma de Osiris.
–Lo habéis hecho bien –les dijo con aquella voz profunda–. Egipto y el mundo están en deuda con vosotras. Recibid la bendición de Osiris, queridas mías.
Y simplemente despertaron. Sin fiebre, sin enfermedad. Las sorprendió el revuelo que había a su alrededor. El Faraón, sanadores, sacerdotes, nobles, toda la familia real estaba allí. Muchos aplaudían, lloraban, reían, al verlas sanas y salvas.
La Gran Sacerdotisa a un lado, sonriendo orgullosa a su pupila, dejando escapar una lágrima más propia de una madre, que lo era de todos. Al otro lado el Faraón cogiendo la mano libre de su hija y recitando bendiciones y agradecimientos. Tras él, la joven vio el rostro de absoluta felicidad de su esposo.
Las jóvenes se miraron, levantaron sus manos entrelazadas y se soltaron de mutuo acuerdo para agradecer a los presentes. Poco después, el Faraón, con la Gran Sacerdotisa a su lado, las reclamó.
–Venid –les pidió el hijo de Rá.
Mientras él mismo las guiaba a través de las dependencias, ellas les contaron lo ocurrido. Los dos se maravillaron. Antes de entrar en la antesala de la terraza que daba a la gran explanada, les habló.
–Teníais la fuerza de todo Egipto dentro de vosotras –dijo–. Comprobadlo.
La sacerdotisa de Isis y la princesa de Egipto volvieron a mirarse y a cogerse de la mano. Al asomarse a la terraza un clamor se elevó hacia los cielos. Provenía de la multitud, de los miles de habitantes que habían rezado allí durante horas, y que ahora veían a sus heroínas sanas y salvas, y victoriosas.
Al clamor se unió el sonido que provenía de los ejércitos, al golpear los soldados sus escudos con las espadas y lanzas.
Las dos amigas saludaron al pueblo con su mano, lo que redobló el fragor de la multitud. Entonces levantaron las manos unidas. De ellas brotó una luz que todos vieron elevarse hacia el firmamento.