O el diálogo entre el río y una piedra
En aquel recodo, el río hacía un doble quiebro, quizás para evitar a una gigantesca roca que se alzaba imponente en el recodo de la derecha, justo en la orilla.
La corriente de agua parecía esquivarla, aunque hacia el final del invierno, el cauce crecía y el agua llegaba a tocarla. Uno de esos días el río, curioso, le hizo una pregunta.
–Siempre estás en el mismo lugar ¿No te aburres?
–Lo cierto es que no –le respondió la piedra–. Desde mi posición observo el transcurso de la vida a mi alrededor. Te veo pasar, los animales van y vienen, las estaciones, el tiempo… Y tú, ¿no te cansas de moverte sin descanso?
–Ni mucho menos –dijo el río convencido–. Me deslizo, fluyo. Formo parte de la vida. De hecho, por donde paso, lo lleno todo de vida y colorido.
–Creas vida, es cierto, pero no tienes tiempo de apreciar tu creación, de conocerla, de saborearla ¿De qué te sirve? No entiendo tu satisfacción.
El río se indignó de la poca visión que demostraba la roca.
–Toco montañas, mares, acaricio raíces, cuerpos, ciudades. La misma vida habita en mí, viaja conmigo. Tras cada repecho descubro algo nuevo, cada reflejo es distinto. En cambio, tú eres un objeto inerte ¿Qué has visto?
–He visto el tiempo pasar. He visto crecer un árbol. He visto como la sombra de la montaña cambia con las estaciones. He visto a seres vivos nacer, crecer, morir.
El río reflexionó sobre aquellas palabras.
–A veces me pregunto cuál es el destino de tanto fluir.
–Quizás lo importante no sea la meta, sino el viaje.
–¿Y tú, piedra, que huella dejas en el mundo?
Ahora fue la roca la que se tomó un tiempo de reflexión, buscando una respuesta adecuada.
–Veo el mundo –comentó–. Y pienso.
–Y eso, ¿para qué sirve?
–El mundo es más de lo que se ve a simple vista –objetó la piedra–. Yo lo descubro y eso me llena de satisfacción.
–Pero no es útil.
–¿Por qué todo tiene que traer consigo una utilidad? –replicó la roca–. Tú inspiras, diviertes, invitas a la acción, al movimiento. Yo soy un símbolo, una prueba de que hay cosas que permanecen, cosas sin edad, objetos que acumulan sabiduría y calma. Paz.
–Entonces tú también inspiras –indicó el río.
–Eso creo –le respondió la piedra.
–¿Tú me has visto nacer?
–Llevo aquí mucho tiempo –le confirmó–Antes de verte a ti, he visto prados, tormentas, glaciares que llenaban el valle. Sí, te conozco desde que eras apenas un arroyo. Te he visto crecer, abrirte paso durante años, y te veré desaparecer. Y veré a otro ocupar tu lugar.
–¿Eso te hace sentir poderosa?
–No creas. Siempre acabo por tomaros cariño. Después de que os vais, os hecho realmente de menos. Lloro de nostalgia.
–Tú no puedes llorar.
–Puedo, de la manera más dolorosa, sin lágrimas.
–Entonces sufres por nosotros ¿Te cambiarías por mí?
La piedra pensó con desesperación que no había conseguido que el río la comprendiese.
–Tengo un papel –le repitió–. No fluyo, ni broto, ni canto. Pero soy testigo. Y un símbolo para vosotros, un recordatorio de que en medio del cambio hay cosas que permanecen. Soy la pausa en el camino, la base de lo frágil, el eco del tiempo.
–Entiendo más de lo que crees –le respondió el río. Yo también he llevado lágrimas, sueños, versos. He transportado ramas rotas y semillas nuevas. Yo también soy un símbolo, un recordatorio de que todo cambia, se alza, cae y se desvanece.
–¡Vaya! –dijo la piedra–. No somos tan diferentes, al fin y al cabo.
–Pero a mí no me gusta recrearme en ello. Te dejo. Me voy con mi fluir a seguir sembrando vida, a disolver tristezas, a cantar al ritmo del trino de los pájaros, a reflejar la luz del sol y el cielo azul.
–Gracias por tu charla. Disfrútalo.
–Lo haré. Cuídate.