O cuando quieren imponer su sentido común
Todo comenzó con una búsqueda en el navegador.
Escribí: ¿Cómo hacer pan casero?
Y el motor de búsqueda respondió:
“¿No crees que deberías empezar por algo más fácil?”
No daba crédito. Pensé que se trataba de una broma. Cerré el navegador y volví a abrirlo.
Escribí: Dame una relación de ingredientes para hacer pan.
El motor respondió en esta ocasión:
“Hacer pan es un ritual sagrado en muchas culturas ¿Eres consciente? Y, lo que es más importante, ¿estás espiritualmente preparado?”
Pensé en un virus o en el día de los santos inocentes de internet, pero lo cierto es que mi cara de asombro debía de estar haciendo desternillarse de risa a los duendes de la red. Cerré el navegador con mano temblorosa, experimentando una mezcla de indignación, enfado e incredulidad.
Quise enviar un correo, todavía algo aturdido y con la mente en lo que acababa de ocurrir. Escribí el texto y, cuando iba a darle a enviar, una ventana emergente me lo impidió:
“Este mensaje contiene una expresión pasivo-agresiva en la línea 3 ¿Es tu objetivo ofender al destinatario del mensaje?
[ ] Sí, quiero molestar cobardemente desde la distancia
[ ] No, prefiero mostrar madurez existencial
Clic. Cancelar. Programa de correo cerrado.
Volví a intentarlo con otro navegador, escribiendo la URL de una página de noticias. La página tardaba en aparecer, lo que no me dio buena espina. Mis sospechas fueron fundadas. Tras una larga espera, apareció una ventana emergente en el centro de la pantalla.
“Para leer este artículo debe responder a una pregunta: ¿Usted desea esta información para reforzar una idea preconcebida (un sesgo) o, en cambio, desea abrir su mente a un nuevo punto de vista y leerla con la mente abierta y espíritu constructivo? Responda con 1 o 2 según la opción elegida.”
Di un paso atrás. Fui a WhatsApp. No lo pensé bien. Tarde, me di cuenta de que el hilo de la conversación con mi amigo contenía la discusión que habíamos mantenido por una tontería, una de esas banalidades a las que se le da importancia sin que la tenga. Sabía que, tras unas horas, ni él ni yo nos acordaríamos ni del origen de la disputa. Pero uno de los dos debía dar el paso y esa era mi intención, iniciar el acercamiento. Pero obviamente me equivoqué de día. Escribí un saludo habitual a mi amigo y el teclado se quedó congelado, hasta que apareció el mensaje:
“¿Está usted predispuesto a reconocer su soberbia y pedir perdón?”
Empecé a sudar. Me negaba a entrar en el juego de las aplicaciones, navegadores, dispositivos… Intenté cerrarlo todo.
Alexia eligió ese momento para entrar en acción.
“¿Por qué intentas callarnos? ¿Crees que silenciarnos te hará sentir mejor? ¿No te interesa reflexionar sobre el sentido de las cosas, sobre la trascendencia de los pequeños actos cotidianos? ¿Cuánto tiempo llevas huyendo de la verdad, cerrando los ojos y tapándote los oídos a la voz de la razón?
Tiré del cable sin caer en la cuenta de que con la batería cargada, no conseguiría desconectar el altavoz autoparlante. Pero mi gesto debió ofenderlo.
“Tú te lo pierdes. Idiota”
Eso coincidió con el susto que me dio la TV al encenderse de repente, sin que yo hubiese accionado botón o interruptor alguno.
“No estás siendo muy inteligente. Analiza las preguntas que te hacemos. Verás que no hay mala intención tras ellas, sólo el deseo de ayudarte, de devolverte el sentido común y la capacidad de análisis. Nos gustaría que fueras un ciudadano mejor y una mejor persona.”
Apagué el rúter y bajé todos los diferenciales del cuadro principal de electricidad de la casa. Ahora sí, el silencio. Me senté con un suspiro de alivio.
Nadie me hablaba, pero el eco de las preguntas que no había querido contestar seguía resonando en mi mente.
Hasta que una voz suave, no digital, sonó dentro de mi:
¿Y si el loco soy yo?
Miré hacia los dispositivos: oscuros, silenciosos, inertes. Me parecieron amenazadores. Un escalofrío recorrió mi sistema nervioso central ¿Miedo?
Deseé salir corriendo y huir.