O una oda a nuestra propia historia
Si crees que la palabra siempre ha estado ahí, cometes un error. El nacimiento del lenguaje se remonta a no menos de 40.000 años atrás en el tiempo. Antes de eso, se sabe que existían sonidos emitidos como formas de comunicación, lo que podemos observar en casi todas las especies del reino animal.
Qué fue lo primero, esos sonidos guturales o la mímica, quedará en el limbo de lo desconocido. Hay teorías en uno u otro sentido. Como tampoco sabremos cuál fue la primera palabra que pronunciaron aquellos primeros bocetos de lo que llegaría a ser el homo sapiens.
En lo que sí están de acuerdo los expertos es en considerar que la palabra fue el primer avance tecnológico de la humanidad. Nos permitió alcanzar otros logros, evolucionar, transmitir, crear comunidad.
Nos estamos refiriendo sólo a la palabra en su formato verbal, tendrá que pasar mucho tiempo hasta la aparición de la palabra escrita. Mientras, la tradición oral fue dando grandes pasos, se transmitió conocimiento práctico como, por ejemplo, las propiedades curativas de una planta para, posteriormente llegar a transmitir el conocimiento simbólico: relatos, palabras sagradas, cantos. A partir de ahí, se inició la transmisión de la memoria viva como la semilla de la cultura, en forma de relatos sobre el origen del mundo, los espíritus, los mitos… de padres a hijos, alrededor del fuego, como un rito de unión grupal o tribal.
Qué magia en aquella creación, historias que se enredan en la música de los tambores, en las sombras del fuego sobre las paredes de una cueva y en las danzas de nuestros ancestros. Todo era aprendizaje, hechizo y canto. Y tal vez aun lo sea.
La historia llegó a marcar una certeza: en el mundo antiguo la palabra se convirtió en una herramienta de poder. Así, la retórica en la Grecia clásica vivió la palabra como instrumento político o como búsqueda de la verdad. Fue perfeccionada en Roma como mezcla de filosofía y política, considerada pilar de la formación ciudadana.
A esto le sacarían partido en la Edad Media las predicciones desde los púlpitos, donde se utilizó la palabra para ensalzar la conversión interior y denunciar la injusticia. Tras ello, se experimentó un regreso a la tradición clásica en el Renacimiento y el Barroco, donde la palabra escrita hace florecer el teatro, la literatura y la búsqueda de la emoción. Llagará la palabra a convertirse en un arma del cambio social en la Ilustración y sus revoluciones, para desembarcar en los siglos XIX y XX donde la mejora y extensión de la comunicación hace que su uso político domine sus demás manifestaciones. En el siglo XXI, los discursos se fragmentan para buscar el impacto inmediato, la oratoria migra a las pantallas y convive con la imagen.
Pero nos hemos dejado por el camino, para no perder la secuencia, la palabra escrita. Tenemos que viajar 5.000 años hasta Mesopotamia, Egipto y China para encontrar la primera de sus formas, la pictografía, la protoescritura: marcas, símbolos, ideogramas y caracteres.
Serían los fenicios hace unos 3.000 años los creadores del primer alfabeto práctico, sencillo, simple, con sonidos básicos. Los griegos darían un gran salto al incorporar las vocales. El latín será el gran vehículo y base de la escritura occidental que perdura hasta hoy con ligeras variaciones.
La tradición medieval de los monasterios y su afán por preservar los textos clásicos con sus copistas, en un mundo donde la alfabetización era muy escasa, ha permitido preservar mucho de nuestra historia y de nuestro pensamiento.
La verdadera revolución, la democratización de la palabra escrita, la traerá Gutenberg en 1450, que revolucionará la historia misma con su invento, logrando lo que parecía imposible: la reproducción masiva de textos. Desde ese momento, la difusión es el amplificador, el gran cambio en el recorrido de la palabra.
Todavía tendría que mejorar la alfabetización. Se hizo en los siglos XVIII y XIX, y aparecieron las cartas, los diarios, los periódicos y las novelas, que incorporaron la palabra escrita a la vida cotidiana.
El siglo XX trajo la máquina de escribir y los ordenadores, la prensa, la publicidad y la propaganda. Y en el XXI, con mayor intensidad de como había pasado en la oratoria, los mensajes se fragmentan, reaparecen los símbolos e iconos, se utilizan el hipertexto, los blogs y las redes. La palabra que veníamos conociendo, eterna, perdurable, deja paso a otra aparentemente revestida de brevedad y fugacidad. Está más extendida que nunca en nuestra historia, es omnipresente en la vida diaria, pero de alguna manera, parece trasladar un tipo de mensaje más superfluo, menos profundo.
Hemos ganado en comunicación, es cierto. Los millones de Terabits de datos que se transmiten por segundo lo demuestra. Pero algo hemos perdido con este inmenso volumen: sigue habiendo palabras que vuelan como relámpagos, pero menos de las que se hunden como semillas, algunas que leo o escucho sacuden el presente, pero no sé cuánto moldearán el futuro. Quizás sea una fase pasajera y se produzca un regreso a lo que ha quedado atrás. Algunas voces lo reclaman.
En cualquier caso, las palabras, dichas o escritas, nos han traído hasta aquí. Y no lo dudes, siguen teniendo el poder, para bien o para mal, de cambiar el mundo. En mi opinión, la palabra sigue enredada en las sombras del fuego como antaño, y sigue transmitiendo conocimiento, hechizo y canto. Lo percibo en muchas de sus manifestaciones.