O una oportunidad de oro
A lo largo del camino de la vida vamos conociendo a todo tipo de personas. A veces se trata de un contacto esporádico que sólo nos permite obtener indicios, apariencia, juicios posiblemente erróneos. En otras ocasiones existe un trato más continuado y un conocimiento más profundo. Esto no es garantía de que acertemos más con la clasificación de las personas del segundo grupo que con las del primero, aunque presumiblemente sería lógico. Lo que sí es curioso es cómo todos ellos coinciden en una variable que resumo en cuatro palabras: …si volviese a nacer…
Eso me lleva a una nueva distinción entre estas personas: los que están conformes o satisfechos en general con su recorrido en la vida y los que lo están menos. Aunque en estos dos grupos el carácter de cada individuo marca la decisión sobre si cambiaría cosas de su pasado (decisiones, viajes, actitudes, relaciones…) o no. Es recurrente entre estos últimos otra frase: «soy lo que soy por mis experiencias vividas, por las buenas y también por las malas”.
Sin posicionarme aún, se me ha ocurrido para hoy plantearte un ejercicio de ficción, también para mí mismo: un diálogo entre nuestro yo niño y nuestro yo anciano. Recuerda que soy un escritor de brújula (no sé lo que va a decir la siguiente línea). Imagino que el uno querrá saber cosas de su futuro, a dónde llegará, a quien conocerá, que éxitos y logros conseguirá (a esa edad no creo que se plantee la posibilidad o la relevancia de los errores y mucho menos de los posibles fracasos). El otro, más sabio, tendrá dudas sobre qué cosas contar a su yo joven, cómo le influirían, que supondría conocer de antemano las consecuencias…
–Hola, niño. Soy tu versión anciana. Soy tú dentro de sesenta años.
El niño lo miró con desconcierto y desconfianza. Un anciano de pelo blanco, un rostro lleno de arrugas y gesto cansado. Un poco encorvado, una imagen que a ojos de un niño es poco atractiva, una decrepitud en la que jamás piensan que podrían convertirse.
–Tú no puedes ser yo –respondió con desagrado–. No nos parecemos en nada. Y no te conozco.
–En cambio yo si te conozco muy bien a ti –le respondió el mayor–. Eres Raúl. Acabas de salir del colegio, de la clase de sexto. Hoy has tenido gimnasia con la señorita Nuria, y clases con Andrea, tu tutora.
Todos los datos eran acertados, pero el niño se negaba a aceptar que él envejecería tanto como le parecía que había hecho aquel hombre que tenía ante sí.
–Llevo el chándal y me habrás visto salir o entrar con Andrea. Eso no prueba nada.
El anciano le dio entonces detalles sobre sus padres, sus dos hermanos, su casa, sus aficiones, sus amigos… la mente del niño comenzó a dudar.
–¿Cómo es posible que nos veamos con distintas edades siendo la misma persona? ¡Estás mintiendo!
–Es posible en alguno de los mundos que existen: el de las ideas, el desconocido, el de los sueños… Quizás estemos ambos dormidos y esto no sea más que un sueño. Y si lo es ¿por qué no jugamos? Puede ser divertido.
El niño dudó. No le parecía muy divertido jugar a convertirse en aquella persona tan mayor. Pero jamás había rechazado un juego, y tenía tiempo mientras recorría el camino a casa.
–Bueno, juguemos un poco –claudicó.
–¿Qué te gustaría saber? –le preguntó su yo mayor.
–¿Cómo me va a ir? ¿Llegaré a ser astronauta? ¿Tengo muchos hijos? ¿Gano mucho dinero? ¿Dónde vivo? ¿Tengo un barco?…
–No tan rápido –se rio el mayor– . De una en una, por favor.
El anciano se vio entonces a sí mismo con doce años, una criatura inocente, equivocado en cuanto a la importancia de unas cosas frente a otras, infantil, con una vida fácil, sin preocupaciones, empezando a crear sus propias ilusiones, sus sueños. Un hermoso libro en blanco por escribir, una historia por vivir.
Después se imaginó como lo vería el niño. Su mirada inicial mostraba incredulidad, desencanto. Era lógico, normal ¿Quién se imagina siendo mayor? ¿Qué joven no saldría despavorido corriendo si el espejo le devolviese una imagen sesenta años mayor?
Porque los jóvenes no ven más allá de la superficie, no ven el interior de una persona, ni saben interpretar los ojos de un anciano. No aprecian lo que significa una arruga ni la ven como una cicatriz que poder lucir con orgullo. Sólo ven un recipiente caduco, viejo, desechable incluso, sin percatarse del bagaje, de la experiencia que atesora en su interior, de los conocimientos aprendidos, de la huella que ese ser ha dejado en su paso por el mundo.
¿Qué le cuento? Pensaba el anciano ¿Qué consejos le doy? Dudaba ¿Qué errores le digo que no cometa? ¿Qué aciertos debe repetir?
–La vida es un viaje –le dijo finalmente–. Habrá unos lugares que te gusten y otros que no. Momentos felices y otros más duros. Te podría contar muchas cosas, créeme, pero lo más hermoso del viaje es la sorpresa, el descubrimiento, la decisión, la equivocación, el aprendizaje.
El niño lo miraba serio. No esperaba aquel discurso. Él quería saberlo todo sobre su futuro, tantas cosas como fuese posible.
–Si te quito eso –continuó el otro–, te estaré privando de la parte que da sentido al viaje. Te estaré quitando lo más hermoso.
Volvió su mirada profunda hacia aquellos ojos inocentes, hacia aquel lienzo en blanco. Ya había decidido no contarle nada.
–No debes temer el futuro –terminó–. Luchar por lo que deseas es la esencia del ser humano. Hay piedras, nubes, días de sol, tropiezos y felicidad ahí delante. Sólo te dejo un consejo: disfruta de todo eso, de lo bueno y de lo menos bueno, y no dejes que nada ni nadie se interponga en tus metas.
Al poco rato, el niño jugaba con los amigos del barrio en un parque cercano a su casa. El anciano lo observaba desde la distancia, sabiendo que había hecho bien en no desvelarle nada de lo que le aguardaba.
El niño, mientras tanto, se había ya olvidado del anciano y de la extraña conversación, afortunadamente.
Si hay algo que tienen en común la infancia y la vejez, es el debilitamiento del ego. El niño sabe mucho (vivir con presencia), precisamente porque lleva poco tiempo «aquí». «Pero eres puro porque vienes de una estrella» El Principito. Y el anciano sabe también lo importante de la vida precisamente porque cuando el cuerpo se debilita y aparecen las grietas… se accede a otra fuente de fortaleza, más profunda y consistente. Es en la mitad de la vida (en la edad adulta) donde el ego está en todo su esplendor. Volviendo a tu nota, mejor no saber lo que nos depare la vida. Tenemos libre albedrío y ejercerlo con responsabilidad y consciencia, es el aprendizaje para el que hemos venido. Además, ¿que gracia tendría que nos regalen un libro y en el momento nos cuenten toda la trama? Disfrutemos de la lectura como protagonistas de nuestra vida. El Universo no da puntada sin hilo. Un abrazo.
Me alegra Beatriz ver que tampoco eres determinista y que prefieres ser la que decide y escribe su propia historia, acertando a veces y errando otras, pero sin atajos ni mapas previos. Eso demuestra que tienes fe ciega en tu criterio, en tu forma de avanzar en el tiempo y, aceptas las consecuencias como parte del proceso. Demuestra entereza. Muchas gracias por tu aportación.