O la relatividad de medir el tiempo
He caído en la cuenta de que ha pasado más de un año desde que comencé con esta increíble experiencia del blog. El otro día recordaba con un amigo una etapa, allá por los primeros años universitarios, en la que nos reuníamos en la sala del piso de estudiantes que compartíamos y, casualidades del destino, compartiendo la pasión por la lectura y la escritura, nos leíamos unos a otros relatos, pensamientos, inquietudes, poesía y cualquier cosa que se nos ocurría plasmar en un papel. Los demás, comentaban, alababan o criticaban lo que uno leía.
Aquellos tiempos los recuerdo con cariño, con nostalgia y con emoción. Aquel pequeño grupo me hizo descubrir un abanico de géneros, lecturas, mundos y lugares desconocidos y maravillosos. Allí, el tráfico de libros entre nosotros y con nuestro entorno, era intenso. Recuerdo, como no, la saga de Dune, de Frank Herbert, las crónicas de Thomas Covenant, el Incrédulo, de Stephen R. Donalson, El Tercer Ojo supuestamente escrito por el monje tibetano T. Lobsang Rampa como autobiografía, El nombre de la rosa de Umberto Ecco, La ciudad de la alegría de Dominique Lapierre, La Historia Interminable, de Michael Ende, La chica del tambor de Le Carré, Caballo de Troya de J.J. Benitez, Eva Luna o La Casa de los Espíritus, de Isabel Allende, la trilogía de La Fundación, de Isaac Asimov y toda su bibliografía, la obra de Tolkien, y un sinfín de historias, créeme, muchas más que esta larga y tediosa lista de las que se me vienen a la cabeza. Pero lo que acabo de relatar abarca relatos épicos para la historia de la literatura. Muchos nos han alimentado a mí y a mi generación y, entre ellos, algunos siguen sirviendo de inspiración a jóvenes de hoy en día. Muchos ignoran que, por ejemplo, una obra que ha puesto de moda Hollywood recientemente, y de la que sigue produciendo partes en forma de película, comenzó su primera edición en 1965: Dune.
Como siempre me he desviado del asunto principal: acabo de caer en la cuenta de que he publicado del orden de setenta artículos en este blog, de que ha pasado el tiempo a una velocidad pasmosa y, ya hemos cumplido con creces un año desde los primeros pasos.
Menciono la relatividad del tiempo, no como científico en esta ocasión, sino como escritor. La experiencia me ha hecho crecer, madurar, y conocer nuevos límites, evidentemente inéditos. Me ha hecho evolucionar como escritor, como divulgador o como pensador, y me lo hacéis saber alguno de los que estáis por ahí, leyendo y aportando a este espacio vuestra valiosa visión del mundo. Me decís que la fluidez de los últimos tiempos es una muestra de madurez, que la calidad ha ido en aumento y que mis publicaciones más recientes llevan un hilo conductor más atractivo que aporta interés y acentúa la profundidad de las ideas.
Podéis imaginaros cómo recibo estos comentarios, con agradecimiento y felicidad, a partes iguales. Me detengo a pensar en esa evolución y, comparándola con el trabajo largo y profundo de la novela, tengo que reconocer que sí ha habido una transformación. Para mejor. Lo que me hace pensar que tener un blog es como ir a un gimnasio literario en el que se ejercita la imaginación, se estimula el lenguaje, la comunicación y la creatividad. Por eso tengo que recomendar a todos a los que les apasiona escribir, que prueben esta experiencia creativa, que supone un reto personal e introspectivo del que, con independencia del número de seguidores, del éxito o de la monetización, lo que no va unido necesariamente con calidad u honestidad, te mejora y te complementa como escritor y ser humano. ¿Tienes cosas que contar? ¡Adelante!
Volviendo a este amigo de la universidad que me encontré hace poco, creo que le ha sorprendido el que haya ido un paso más allá de aquellas horas inolvidables, y haya dado el salto y después de un tiempo largo, me haya dedicado en serio a la escritura. Ahora debe estar leyendo mi último libro y, ojalá, le sirva de inspiración para que retome la escritura, la lectura, y la compleja y maravillosa relación entre realidad y ficción. Yo lo he animado a hacerlo.
Este artículo ha surgido casualmente, al darme cuenta de que el blog ya lleva más de un año de trayectoria, con publicación semanal, lo que es una labor importante que requiere de un trabajo concienzudo y metódico, que me ha llevado a pensar más y mejor, a descubrir mi propia voz, a cuidar las palabras y los contenidos. Un microaprendizaje semanal sobre ideas que hay que pulir, estructuras que han necesitado de cuidados y mejoras, límites en la mente que se rompen.
Este tiempo, no como medida cronológica, sino como episodio relativista, ha resultado un laboratorio donde he descubierto cosas de mí mismo, ya que cuando escribo me dejo llevar, sin un mapa, como he comentado varias veces, a donde la mente me lleve. Y mi mirada se ha vuelto más crítica, más profunda, lo que realza cualidades de alto valor en un comunicador, en mi caso, con la palabra escrita.
Es un trabajo denso, requiere disciplina, sí, y en determinados momentos interfiere con otras tareas, interrumpe momentos de inspiración de un nuevo relato, pero a la vez, obliga a desconectar las líneas argumentales en desarrollo. Requiere esfuerzo y tiempo, se solapa con la escritura de una novela larga y absorbente, con pruebas de corrección y maquetación, con las ocupaciones cotidianas, con algún viaje… pero todo eso vale la pena, porque deja huellas, palabras sobre el papel. Escribir es respirar, pensar es crecer, y el tiempo devuelve creación, evolución. Soy mi primer lector, y he descubierto una nueva manera de escuchar al mundo y a mí mismo, de sacar a la luz la voz interior.
Sin darme cuenta, el tiempo me ha estado escribiendo a mí y eso otorga responsabilidad, poder y satisfacción. Todos los escritores que conozco son personas interesantes, profundas, hombres y mujeres que se desnudan al transformar en palabras vientos interiores, reflejos ocultos vividos o por vivir.
Esto es una forma de ser, de vivir y de sentir. De descubrir mundos fuera y dentro del alma, de alimentar un fuego interior incontenible que a veces nos arrastra por una senda angosta, para enseguida llevarnos ante paisajes como nunca habíamos llegado a soñar que veríamos. Aunque suene a tópico, no importa el tiempo, ni la meta, solo el viaje. Las personas que vas conociendo y los amigos que vas haciendo a lo largo del camino son suficiente premio. No dejes de escribir, nunca.
