O nuestro planeta visto desde fuera
En este momento, si un alienígena llegase a la Tierra e intentase discernir la naturaleza de la especie dominante, sus características, sus formas de gobierno, sus ideas, su manera de vivir ¿no crees que se sentiría desorientado? No sabría por dónde empezar.
Vería regiones ricas y desarrolladas, otras pobres y subdesarrolladas. Quizás pensaría en una riqueza étnica desaprovechada. Llegaría a asombrarse del poder del dinero, extendido e introducido en entresijos de los otros poderes: político, económico, territorial…
Tendría que elegir si empezar por la cultura, el arte, la tradición, la música, es decir, una parte de nosotros de la que, además de sentirnos orgullosos, somos de alguna manera conscientes de su valor e importancia. O decidiría centrarse en los conflictos bélicos en curso, donde el más fuerte aplasta al más débil, y se preguntaría por qué el resto del planeta manifiesta hacia estas situaciones de abuso una reacción tibia y poco efectiva, en lugar de una contundente.
Nuestro alienígena apreciaría los movimientos de organismos y personas que se manifiestan, claman y protestan, mientras sus gobiernos hacen poco o nada en contraste con sus quejas y sus peticiones.
Quizás comenzaría a darse cuenta de las diferencias o el divorcio entre los representantes del pueblo y el propio pueblo, de las mentiras o medias verdades de aquellos y la indignación de éste.
Profetas, conductistas, influencers, iconos religiosos, charlatanes de feria, políticos de pega, haciendo ruido mientras voces auténticas cuyas denuncias y gritos de auxilio se pierden y apagan en el saturado espectro de las comunicaciones.
También se percataría de las diferencias entre las culturas, confesiones religiosas, territorios y demás, a veces enriquecedoras, a veces insalvables e irreconciliables.
Lejos, muy lejos de todo esto, habitan personas que seguimos con nuestras vidas. No nos queda otra. Personas que sufrimos con las situaciones que hemos descrito, pero que, al mismo tiempo, vemos la utilización de los conflictos que hacen los medios y las organizaciones, y nos negamos a participar en ese circo, un juego a veces miserable, donde se busca un rédito, sea político, personal o mediático. Estas personas se preguntan ¿qué puedo hacer yo? Y se vuelven hacia su entorno y opinan, comentan y lloran en silencio, demandando de sus representantes una solución. Después, cumplen con su cometido: son buenos ciudadanos, buenos vecinos, buenos padres o hijos, son amables y educados, y sensibles ante los problemas de los demás. Esto existe, te lo aseguro, aunque desde la vorágine de una gran ciudad y sus zonas de influencia parezca un fenómeno antiguo, perdido y olvidado.
Recientemente, en un viaje, he estado en contacto con una sociedad cercana y apegada a la tierra. No están desligados de la actualidad, ni de los avances, ni de las tecnologías. Pero son este tipo de personas afables, hospitalarias y admirables. Esas que hacen tanta falta y nos rodean, pasando muchas veces sorprendentemente desapercibidas.
Al entrar en su hábitat y tratarlos, ver cómo te reciben cuando te muestras respetuoso y sincero, te preguntas qué los hace así. La respuesta llega como una inspiración: podría ser el contacto que tienen con la tierra, algo atávico que para nuestros antepasados era una forma de vida, cultivar la tierra y cuidar del ganado. No se observan muchas más diferencias. Quizás este contacto, sea directo o indirecto, simplifica las cosas, le da sentido a lo sencillo, peso a lo más importante: la convivencia, vista desde la empatía, la comunidad, el contacto. Estoy hablándote de Irlanda, donde he tenido la fortuna de recorrer varias pequeñas ciudades y pueblos, conociendo a sus gentes. Me han hecho sentir uno de ellos, parte de la familia, algo inverosímil en estos tiempos. He visto como prodigan amabilidad, respeto a las diferencias… me han impresionado.
El que sea un país de acogida, donde han recibido docenas de nacionalidades diferentes, la mayoría dando un impulso a la producción y al desarrollo del país, me hace pensar en otros ejemplos que conozco bien de países hospitalarios.
He oído las historias de nuestra postguerra, donde los españoles emigraban a países de Hispanoamérica o de Centroeuropa. Sin duda eran otros tiempos, otra cultura y otras dificultades para viajar y comunicarse. Pero por brecha generacional no he tenido un gran feedback: los que se han integrado con los países de destino se han quedado allí, y los que regresan lo han hecho porque su adaptación no era lo suficientemente profunda, o su periplo no fue sencillo ni provechoso y, han retornado a sus orígenes.
En mi familia, la generación de mis hijos está entre los veinte y los treinta, y todos ellos se encuentran fuera de España. Es difícil opinar sobre lo que nos deparará el futuro, si adaptación, permanencia o retorno. Lo que importa es que su experiencia les enriquezca como personas y que les vaya bien, estén donde estén, espero que entre esas personas amables y acogedoras, buenas gentes, cuya sensibilidad y hospitalidad puede llenar fácilmente otro planeta tan grande como éste.
