O cómo navegar en el día a día
Algunos navegantes salen a la mar por placer, porque buscan la soledad para encontrarse consigo mismos, porque quieren estrechar lazos con los que lo acompañan en la travesía, o por diversión, por deporte, como entretenimiento.
Me atrae el primer grupo. Estamos acostumbrados a ver a través del cine, la televisión o la literatura, a un barco partiendo de un puerto con rumbo a la aventura, enfrentado al horizonte que forman el cielo y el mar, una línea lejana a la que nos parece que jamás nos acercamos.
En realidad, las travesía, incluso cuando no tienen un destino predeterminado, requieren una preparación considerable: combustible, víveres, agua, repuestos, elementos de seguridad, revisión mecánica, baterías, estudio de la ruta, previsión meteorológica, carga de baterías, estudio de los puertos donde vamos a hacer escala, de las cartas náuticas que marcan los lugares peligrosos a evitar, opciones para situaciones imprevistas, comprobación de los materiales de abordo, sean cabos, boyas, anclas, pirotecnia, trajes y chalecos de supervivencia.
Hay navegantes que viven de la mar, que desarrollan su profesión en este medio. Es un grupo acostumbrado a realizar las tareas previas, formado por veteranos, aunque a veces, el exceso de confianza les hace también cometer descuidos o imprudencias, como en cualquier otra profesión.
Pero volvamos al primer grupo, el que por voluntad propia decide lanzarse a la mar, con el propósito y la excitación de vivir una aventura, resolver imprevistos, vivir situaciones extremas, aún sin pretenderlo: la avería de un motor, una vela o un mástil que se rompen, una colisión de cualquier elemento que flota a la deriva, el error en la previsión meteorológica, una avería en el timón…
Y este viaje romántico, laborioso, arriesgado, podemos trasladarlo palabra por palabra al polo opuesto, a la cotidianeidad, a nuestra rutina diaria. Nos marcamos metas, igual que un navegante selecciona un destino. Las mayores probabilidades de alcanzarlas, probablemente se encuentran en la buena planificación. El que no prepara la travesía, ni comprueba los medios que deben llevarlo a destino, ni los demás elementos que marcarán la diferencia entre el éxito y el fracaso, tendrá pocas probabilidades de éxito. No revisan la ruta, las escalas, la previsión del tiempo, no eligen los puntos de avituallamiento, los momentos y lugares donde reacondicionar o reparar lo que sea necesario para tener todas las garantías para alcanzar el destino.
He conocido, tanto en mar como en tierra, auténticos y avezados navegantes. He visto cómo subliman la navegación hasta convertirla en casi un arte, poniendo su empeño, su pasión, al servicio del viaje, convirtiéndolo en la línea medular de sus vidas.
Me vienen a la mente dos casos. En uno, el navegante había involucrado en el viaje a todo su entorno, su familia principalmente. Todos participaban activamente en la planificación, compartían la ilusión de la aventura y, ayudaban al navegante dentro de sus tareas y sus posibilidades a alcanzar el destino. A veces a su lado, a veces a distancia, pero sin desvincularse en ningún momento.
El otro caso me hizo ver una planificación que no deja nada al azar. No solo comprobaba los elementos que lo llevarían hacia el destino fijado, sino que se preocupaba de planificar los momentos de descanso, de ocio, de entretenimiento en una palabra. Programaba actividades que complementarían la dureza de la travesía, que harían más llevaderas las duras jornadas de lucha contra los elementos. Desde música, hasta libros, pasando por otras que, para él, representaban un disfrute.
Podría contarte muchos más ejemplos y, seguro que tu a mi otros tantos. Y también describir travesías reales e historias heroicas de cómo algunos navegantes han alcanzado sus metas o se han quedado por tal o cual motivo en el camino. Sería interesante y educativo, pero este espacio no permite dejar más que una pincelada.
Así que, aunque nunca hayas capitaneado un barco, en el contexto que abordamos hoy, navegas a diario, capeando temporales, reparando averías, reconvirtiéndote, volviendo a zarpar. Siempre persiguiendo esa meta. Así es nuestra naturaleza, la condición humana.
Igual que al marino, hay factores que afectan a tu plan de travesía, como la deriva que provocan las corrientes o el abatimiento que causa el viento: Para el que navega las aguas de la vida también hay situaciones que amenazan con derribar el sueño de alcanzar la meta soñada. En ambos casos se debe corregir el rumbo verdadero, solo unos pocos grados generalmente, para volver a alinear nuestro barco con el punto de destino.
Hay muchas posibles situaciones, algunas imprevistas, otras sobrevenidas con las que nos encontraremos. Es posible que decidamos cambiar el puerto de destino a mitad de la travesía. Tal vez hagamos más o menos escalas durante el viaje. Podemos haber sido más o menos ambiciosos al planificar el trayecto. No es un viaje escrito en piedra y lo iremos modelando cada vez que sea necesario.
El objetivo es claro: alcanzar la meta, o quedarnos lo más cerca posible de ella. Yo añadiría que la satisfacción de haberlo intentado, el reto y la superación, también son un gran premio. Y, por encima de todo está el disfrutar de la travesía, una experiencia que te curte, te enriquece y te da perspectiva. Las puestas de sol, los malos momentos, los pensamientos, las personas, las vivencias… Todo ello inolvidable, de lo que te sentirás profundamente orgulloso.