O el lenguaje del silencio
La música es una sucesión de notas, un texto es una sucesión de palabras. La vida, el pensamiento, los sentimientos son cadenas de pequeñas piezas que van conformando un todo mayor.
Si compones música o tocas algún instrumento conocerás el detalle de cómo los autores juegan con ir apagando o no las notas anteriores, hacer desaparecer su sonido o dejarlas flotando en el aire mientras la melodía continúa. Esto enriquece una composición musical. Pero lo que sublima la música son esas otras notas que, al ir seguidas de un silencio, quedan suspendidas, flotan en el aire, llenan el espacio de quien escucha la pieza, muchas veces haciéndole contener la respiración al ritmo de ese silencio irreal sin percatarse de ello.
Cuando un orador habla, discute, explica, argumenta, razona y en definitiva, expone, hace con frecuencia uso del silencio cuando quiere acentuar esa última frase, dejándola flotar en el aire y en la mente de su público. Y funciona, donde las frases terminan se lanza el verdadero mensaje. El silencio no es la ausencia de palabras, es su gramática oculta.
Un gesto ininterrumpido, una mirada sostenida, una puerta que se cierra… también son silencios. Y con él muchas veces estamos diciendo lo que con palabras dejamos confuso, incompleto o inacabado.
El silencio es un idioma que expresa la parte más íntima de nosotros mismos. Y tiene vida propia, habla por sí mismo: una madre que mira a su hijo con reproche, sin decirle nada, porque sabe que el mensaje del silencio es más poderoso y preciso que las palabras. Leerá en sus ojos la comprensión y el arrepentimiento. Esa pareja en la que uno recrimina y el otro calla sabiendo que está siendo víctima de una equivocación, está diciendo que ama demasiado para discutir con el centro de su universo ¿Qué mensaje podría ser más profundo que ese silencio?
El silencio compartido es otra dimensión del lenguaje. Palabras no pronunciadas que flotan en el aire, pensamientos que surgen desde lugares desconocidos y por arte de magia se nos aparecen diáfanos. En la era del ruido, escuchar un silencio compartido es casi una experiencia mística. Es como tomar aire, como reponer fuerzas, es una pausa que da un profundo sentido a lo que no se dice y que nos recuerda que hay otro mundo, otro lenguaje y otros significados más allá de lo cotidiano, de los sonidos que abruman nuestros sentidos. De nuevo, como una nota flotando en el aire.
Si escribes, intentarás que tus textos contengan silencios. Si tras una sucesión de palabras consigues que el lector haga una pausa reflexiva, de sorpresa, para reír, para enjugar una lágrima… habrás conseguido reproducir un silencio.
Puede parecer que el escritor lo tiene más difícil que el músico, el orador, la madre o el amante, pero no es así. Una historia está llena de pausas. La diferencia estriba en que es el lector el que las hace, las elige y las protagoniza. A veces le emociona una cosa diferente a la que emocionó al autor. Pero como forma de arte, es algo que forma parte intrínseca de su esencia, como la manera de ver un cuadro o de escuchar una sinfonía.
Compartir el silencio es otro modo de diálogo, otra forma de estar con el otro, sin forzar, sin ruido, sólo estar, compartir. Es una comunión necesaria y extremadamente hermosa.
Hay silencios incómodos cuando son provocados por una frase malsonante, un argumento absurdo o una nota discordante que rompe la armonía de la pieza musical. Sí, pero también hay silencios cómodos como un sillón viejo, como un domingo en casa, como una mirada evocadora.
Hay sentimientos como la nostalgia, la tristeza, el amor o la paz que nos hacen guardar silencio. Y es entonces cuando hablamos con los ojos, con el gesto, con el aire, con el pulso. Es cuando hablamos con una mirada, una caricia, un suspiro o una lágrima.
Por esto sabemos que el silencio no es vacío, es pausa. Y la pausa, como en la música, da sentido a la nota, a la vida, y lo eleva todo a una categoría superior.