En una vida normal
Martín era un joven tímido, siempre meditativo, reservado. Caminaba hacia la entrada del campus con su inseparable mochila a la espalda. Desde su casa eran veinte minutos a pie hasta la facultad, pero él se movía despacio, sin prisa. A veces tardaba media hora en llegar. Como cualquier persona introvertida, era un gran observador de todo lo que sucedía a su alrededor, fuese un nuevo seto, una farola o la forma en que un descuidado conductor había dejado aparcado su vehículo. Y como solía pasar, el complejo de timidez, el miedo a ser observado, juzgado por otras personas, le generaba un gran sentimiento de culpa. Lo que para el resto sería curiosidad, un rasgo positivo, ser observador, se transformaba en otro negativo para estas personas, ser un entrometido, un obseso.
El chico se consideraba la oveja negra de la familia. Vivía con sus padres y su hermano mayor, Julio, el prototipo de ser humano popular, triunfador, perfecto. Buen deportista, buen estudiante, buen hijo. El orgullo de un padre que desde muy pequeño no dejaba de ponérselo como ejemplo a su otro hijo.
–¿Cómo puedes ser tan torpe en el deporte? –le reprochaba–. No parecéis hermanos ¡Esfuérzate! En la vida no te lo van a dar todo hecho.
Las discusiones entre sus padres por la manera en que él lo trataba eran frecuentes, lo que no hacía otra cosa que agravar su complejo y aumentar su sentimiento de culpa.
–¿Por qué le hablas así? –le reprochaba su madre, Paula, a su padre–. No tiene que ser como tú quieras, las personas somos diferentes unos de otros. Debes apoyarlo en vez de anularlo y desanimarlo.
–¡Lo estoy educando! –protestaba él–. Si le exijo es porque lo quiero. Lo estoy preparando para que sobreviva por sí mismo ahí afuera.
Por descontado fue un blanco fácil en el colegio. Su hermano solía llegar al rescate, aunque Martín siempre tuvo la sensación de que lo defendía más por sí mismo que por un sentido fraternal del que jamás había hecho gala.
Cuando terminó la secundaria, su elección de carrera fue otra desilusión para su padre.
–¿Filosofía? –preguntaba con gesto hosco–. ¿Para qué diablos sirve eso? ¿Crees que te podrás ganar la vida con esa carrera?
Su padre, Eloy, no tenía estudios superiores. Su trabajo en el equipo de mantenimiento de una fábrica de automoción era lo que lo había ocupado desde muy joven, y sus pequeños ascensos en la fábrica eran el principal ejemplo de vida y tesón que repetía a sus hijos.
Su madre era una mujer sensible, positiva, que nunca reconocía un problema, siempre obviaba una dificultad y les quitaba importancia a sus problemas. Fue la pedagoga del colegio la que le hizo verlos, recomendando encarecidamente la necesidad de una terapia psicológica para Martín.
Se vio obligado a frecuentar la consulta de Manuel Haro, un psicólogo de la misma edad que sus padres, con una forma de terapia abierta y una gran vocación que, a pesar de la resistencia del niño, consiguió introducirlo en su juego y haciéndolo mejorar casi sin que él se diese cuenta.
Alana rompió el hilo de sus pensamientos. Era una de sus compañeras de clase. El grupo de primero estaba lleno de “raritos”, como se veían a sí mismos todos los que habían elegido hacer aquel grado. Eso abrió un nuevo panorama, un hábitat a su medida en el que integrarse, aunque Martín prefería el verbo camuflarse.
Durante semanas el grupo apenas se comunicó. Se observaban desde la distancia, vencidos por un miedo congénito al rechazo. Pero poco a poco, reconociéndose como iguales, comenzaron a interactuar. Unos más que otros.
Alana fue una de las que más interactuó. Su timidez, cuando la superaba, daba paso a un torrente inagotable de conversación, a veces inconexa, a veces inoportuna, pero siempre desbordada.
–Buenos días, Martín –saludó poniéndose a su altura–. ¿Qué tal el fin de semana? No te he visto por el centro comercial ¿Has ido? ¿Has estado enfermo?
La chica recolocaba constantemente sus gafas, que resbalaban una y otra vez por su pequeña nariz, seguramente por el ímpetu que ponía en su expresividad, gesticulando mientras hablaba.
Era una joven que podría considerarse guapa, a poco que se arreglase un poco más. Esto se aplicaba a muchos de su curso. Todos lucían aspectos descuidados, desarrapados algunos, mostrando su inconformismo hacia la banalidad social de algo tan efímero como la imagen o la moda. Así, se mostraban ocupados y concentrados en algo realmente importante y trascendente, como era dar sentido y respuesta a las grandes preguntas del hombre a lo largo de toda su existencia.
–Sí, he tenido un poco de fiebre –fue la respuesta fácil, para evitar tener que dar mayores explicaciones a la chica.
–¿Has leído el “Discurso”? –preguntó sin solución de continuidad en referencia al libro de texto que les había puesto como el profesor de filosofía moderna–. ¡No puedo con los racionalistas!
El joven la dejó hablar, como solía hacer cuando no le apetecía entablar una charla. Y hacerlo con Alana era francamente difícil, porque su discurso monopolizaba cualquier intercambio.
Se les unió Fran, otro compañero.
–Hola, chicos ¿Qué tal? –saludó.
–Hablando de Descartes –le respondió la chica–. Bueno, hablando solo yo. Martín se guarda siempre sus argumentos para los exámenes.
No era cierto. Los profesores habían descubierto leyendo sus trabajos el potencial del joven, y aunque no se lo ponía fácil, lo utilizaban de vez en cuando en las clases para enriquecer la materia y abrir un debate interesante con diferentes puntos de vista. Aunque a él le resultaba agotador intervenir, lo disfrutaba una vez hecho.
–No es verdad –logró decir–. Es Alana la que se olvida de respirar.
La risa de su compañera iluminó la fría mañana, una risa franca y agradable. Una muestra de normalidad, de la humanidad de los “raritos”.
Las clases en la facultad se pasaban volando. Las materias eran reflexivas, introspectivas, casi personalizables. No dejaban de girar en la mente de los alumnos, produciendo en ellos el efecto deseado, el análisis profundo, el razonamiento, la búsqueda permanente de pros y contras. Compartir las ideas en voz alta no era más que plantear caminos que después habían de explorar a fondo.
Casi siempre redondeaban la jornada compartiendo en grupos una comida frugal en la propia facultad, evitando el comedor universitario, donde se daban cita todos los estudiantes del campus, un exceso de quorum para muchos de los estudiantes de ciencias sociales.
Después de la comida, solían hacer una visita a la biblioteca. Allí consultaban, leían, redactaban los trabajos que les proponían a diario en las clases.
Como era lunes, a las seis de la tarde Martín tuvo que hacer un esfuerzo para levantarse de la mesa y despedirse del grupo. No se daban explicaciones entre ellos, aunque no era extraño que faltasen, saliesen o llegasen a deshora. Martín se había preguntado cuántos de ellos asistían a terapia, incluso había realizado un juego mental para establecer una cifra. Imposible saberlo.
Al salir de la biblioteca para ir a la terapia, vio a la diosa Venus en otra de las mesas, rodeada de otros compañeros, sonriente, hermosa. Destacaba como una estrella brillante sobre un firmamento oscuro. Sabía su nombre, Lorena, y que había iniciado sus estudios al mismo tiempo que él. Y estaba seguro de que ignoraba por completo su existencia.
¿Qué hacía una belleza así cursando Ciencias Sociales? Aunque su especialidad, Humanidades, hacía más misteriosa e interesante la envoltura de la chica.
Recorrió buena parte de los casi tres kilómetros con la imagen de Lorena en su cabeza. Según se acercaba a la consulta del terapeuta, la perdía desafortunadamente, ocupando su lugar la de su psicólogo.
–¿Por qué tengo que seguir yendo a terapia? –preguntaba a su madre con frecuencia–. Hemos alcanzado un punto muerto. Es una pérdida de tiempo.
–Hasta que te den el alta –se oía la voz de su padre desde el salón. Imperativa, decisoria.
–Cariño –suavizaba su madre el mandato–. Manu dice que has mejorado mucho, pero que todavía no has roto la barrera que te mantiene por debajo de tu nivel.
Esta conversación se repetía cada poco tiempo. Su etapa universitaria recién iniciada, había logrado reducir las sesiones a dos, pero éstas habían pasado de una hora a hora y media.
Entró en el casco antiguo de la ciudad. La consulta de Manuel Haro quedaba una casa de al menos cien años. Era la vivienda del psicólogo repartida en las dos plantas. El gabinete lo tenía en la planta superior.
Llamó al timbre y esperó a que la puerta se abriera. Empujó. El vestíbulo de la casa dejaba a la derecha una puerta cerrada que daba acceso a la vivienda del terapeuta y unos escalones al frente que el chico que el chico subió con desgana. La puerta del piso superior estaba siempre abierta. El chico entró y se sentó en la sala de espera. Al poco, salió el psicólogo acompañando a la señora Robles, la anciana que tenía cita los lunes antes que él.
–Pasa, Martín. Ponte cómodo –lo invitó.
El entró, más para dejarlo a solas con la paciente, que por estar por obedecer la sugerencia del psicólogo.
La consulta consistía en un despacho de dos mesas, una era un escritorio, la otra un lugar de trabajo para los pacientes. Además, dos sillones en los que transcurría la mayor parte de las sesiones, y un sofá, en el que un inquieto o nervioso paciente podía tumbarse, sentarse o colocarse cabeza abajo si fuese necesario.
–Bueno –dijo él entrando y cerrando la puerta ¿Qué tal el fin de semana?
–Aburrido –fue la lacónica respuesta que él ya esperaba.
–¿Eres el único universitario que está deseando que vuelvan las clases? –le preguntó con una mirada intensa.
–No soy el único –le dijo ofendido.
Los inicios de sesión eran siempre fríos, tensos, difíciles para el terapeuta. Pero siempre lograba poner calor y ritmo a la conversación.
Sí, tenía la edad de su padre, pero era opuesto en todo a él. Pelo largo, encanecido, ropa casual pero moderna, y una paciencia infinita, que unida a su mirada penetrante y a su gesto afable y comprensivo, desarmaba a los pacientes más acérrimos. Y el joven Martín era de los más complicados.
–Es una maravilla escuchar a un joven defender la universidad como un templo para la cultura y el conocimiento.
El chico era demasiado inteligente para ceder a una simple adulación. Lo puso aún más a la defensiva. Pero la sonrisa segura del psicólogo le dio a entender que esa postura no le preocupaba demasiado.
–Cuéntame tu día –le pidió.
–Clases, comida y biblioteca –le resumió.
–¿Fuiste a pie o en bus?
–A pie.
–¿Sólo?
–Sí.
–¿No te encontraste compañeros por el camino?
El joven sabía que Manuel era implacable. Las preguntas no cesarían hasta que él se diese por satisfecho, al saber lo que podría haber averiguado ya en la primera pregunta.
–Fui caminando –claudicó con tono neutro–, me abordó Alana ya en el campus.
–¿Alana es esa chica que podría ser atractiva si se arreglase un poco? ¿La que habla por los codos?
Otra banderilla. Ya me has hablado de ella otras veces, no te hagas de rogar. Vamos al grano, parecía decirle.
–Esa misma. Y se nos unió Fran.
–¿De qué hablasteis? –preguntó.
El joven se lo contó de manera abrupta.
–¿Qué clases has tenido hoy?
Era uno de los días malos del chico. Los sentidos del terapeuta se habían puesto en modo de alerta desde el principio. Siempre había una causa subyacente para que Martín se mostrase tan poco participativo, rayando una actitud agresiva y cerrada.
–Esto es una pérdida de tiempo –protestó.
–¿Te han preguntado en clase?
–¡Qué importa eso! –rechazó.
–Llevamos años tratando de romper ese gen que te hace asocial, que te impide avanzar, pasar de nivel.
–…y perderte de vista –le dijo el chico con rencor.
–Cierto –reconoció el psicólogo–. Te voy a echar de menos cuando ocurra.
Jugaba con él, con su estado de ánimo. Era muy bueno, En realidad le estaba agradecido. Pero pensaba que ya habían alcanzado el techo y ya no le aportaba nada.
–El mundo contra Martín –pareció leerle el pensamiento. En realidad, lo dijo para provocar dudas en el chico, desconcertarlo.
Lo consiguió. El joven no acertó a adivinar que quería decir con aquel comentario fuera de lugar. Iba a preguntarlo, pero se le adelantó Manu.
–¿Qué tal por casa?
El psicólogo solía encontrar los motivos de sus altibajos en la relación familiar del chico.
–¿Mi cuarto? –respondió el chico con mordacidad–. Igual de desordenado que siempre.
–Buena respuesta. Clarificadora –aplaudió el terapeuta–. ¿Qué tal tu hermano?
–Triunfante, maravilloso, superior –le dijo–. Supongo.
–¿No coincidís en las comidas, cenas, un rato de televisión?
–¿En un fin de semana? –le respondió como si hablara con un loco–. Su alteza tiene que atender a sus súbditos.
–¿Le va bien en INEF? –preguntó Manuel.
–Como pez en el agua –fue su respuesta–. Supongo.
–Así que tu padre ha tenido que conformarse con el patito feo –lanzó el anzuelo.
–Con la oveja negra, sí –le siguió el juego sin caer en su trampa.
–¿Todo el tiempo alabando a Julio? –insistió él.
–Más o menos –confesó el chico–. A la segunda frase desconecto.
–Eso es muy grosero.
–Yo soy así –dijo Martín provocativo encogiéndose de hombros.
–Prejuzgas a tus padres y a tu hermano –lo sorprendió el psicólogo–. Caes en la actitud mezquina que tú mismo les recriminas.
Él chico le lanzó una mirada significativa, como si estuviese ante un marciano.
–¿Qué tal tu madre? –le preguntó a continuación–. Sufriendo con esa falta de comunicación, supongo.
–Ella es parte del problema –se alteró el chico–. Actúa como si no ocurriese nada, como si fuéramos una familia normal.
–¿Crees que no lo sois? –preguntó Manuel–. ¿Cómo es una familia normal?
–Un equipo –le dijo él con acritud–. Personas normales, unidas, que se apoyan, que se entienden… que se quieren.
–¿Tus padres se quieren? –le preguntó–. ¿Qué opinas?
El joven sopesó la respuesta. Tenían un lenguaje propio. Se comunicaban de manera privada sin palabras, con un lenguaje invisible que compartían. Él recordaba miradas de afecto entre ellos, a veces de uno hacia el otro cuando éste no se daba cuenta.
–A su manera –resumió.
–¿Quieren a tu hermano?
–Desde luego –dijo de inmediato–. Todo el mundo lo adora.
–¿Y a ti?
–No. Soy un error de la naturaleza. Un producto defectuoso que tienen que soportar.
–¿Y si te dijera que eres su hijo preferido?
El chico se rio con ganas por la ocurrencia. Se detuvo al ver que el gesto del terapeuta seguía serio, tan sólo mostraba una ligera sonrisa mientras analizaba su reacción. Eso lo hizo frenarse.
–¿Te has vuelto loco? –dijo–. Necesitas tú la terapia.
–¿Les has concedido alguna vez el beneficio de la duda? –fue la réplica del psicólogo, con voz más dura de lo que acostumbraba–. ¿Una oportunidad? ¿Te has preocupado de escuchar los sentimientos que hay tras sus palabras?
Martín lo miraba con los ojos muy abiertos. Manuel no solía ser tan directo ni tan contundente. Pero, ¿por qué hacía aquellas afirmaciones tan absurdas después de tantos años?
–¿Alguna chica? –cambió radicalmente de tema el terapeuta–. Te noto un poco enamorado.
A veces lanzaba globos sonda que el chico solía ver llegar. Lorena era un asunto privado, personal. Su utopía, su sueño imposible. Pero era su secreto y de ninguna manera estaba dispuesto a hablarle de ella. Pero su silencio y sus gestos fueron toda una declaración para Manuel.
–¿Es de filosofía? –se interesó.
Martín se supo descubierto, pero se negó a confesarlo.
–Ya me lo contarás cuando estés más participativo. Sabes que me intereso por cada aspecto de tu persona –le dijo con tono amable–. Recuerda el premio… dejar de soportarme.
El psicólogo le sonreía como si fuese su cómplice en una travesura.
–Ha sido una buena sesión –le aseguró–. Es una pena no tener más tiempo.
Se emplazaron para el jueves próximo, despidiéndose en la puerta de la consulta.
Un aturdido Martín caminó más ensimismado que de costumbre hacia su casa como un autómata. Desconcertado con las palabras del terapeuta, pensando en algunas de sus locas afirmaciones. Su mente era un hervidero.
Llegó a casa poco después. Un piso amplio en un barrio de clase media, que había tenido la suerte de ver la luz en una época en la que las ordenanzas municipales ya exigían a los promotores ceder y urbanizar zonas verdes alrededor de los edificios. Así que disfrutaban de un pequeño parque, al que el joven no le tenía especial apego. No guardaba recuerdos agradables de la infancia vivida en él.
Ocupaban un apartamento en la sexta de siete plantas. Afortunadamente con una habitación para cada hermano. Su madre estaba en casa. La oyó trajinar en la cocina. Ella también había oído el movimiento en la puerta del piso.
–¿Julio? –llamó. Al no obtener respuesta corrigió–. ¿Martín?
–Hola –respondió al pasar por la cocina.
–Hola, tesoro. ¿Qué tal el día?
–Bien. Cansado –dijo mientras seguía camino hacia su cuarto.
–¿Te preparo algo? –preguntó la mujer.
–No –y después de una pausa, añadió–, gracias.
Escuché el suspiro de su madre mientras cerraba su puerta, y se sintió culpable. Pero algo le impedía ser más agradable con ella. No era el día propicio.
Media hora después escuchó como entraba su hermano en el apartamento y oyó de manera apagada una prolongada conversación entre Julio y su madre. Y Manu le había insinuado que él podría ser el preferido de sus padres. Realmente el psicólogo había perdido el norte.
A pesar de subir un poco el volumen de la música mientras seguía enfrascado en David Hume y su escepticismo oyó sonar el teléfono y a continuación voces elevadas que parecían alarmadas. Había ocurrido seguramente algo malo.
Se asomó. Su madre estaba pálida mirando a Julio que se despedía de quien estaba al otro lado del teléfono, dándole las gracias. Se giró hacia él con mirada de terror, paralizada.
–¿Qué ha pasado? –le preguntó el chico acercándose.
–Tu padre –dijo ella–. Ha sufrido un infarto en el trabajo.
El chico sintió que sus entrañas se revolvían, como si le diesen la vuelta a su estómago y retorciesen varios órganos. Instintivamente se acercó a ella y la abrazó.
–¿Está bien? –le preguntó a su hermano por encima del hombro de su madre.
–En el hospital general –le indicó–. Se lo llevó una ambulancia, no sabían más. ¡Vamos!
Descolgó las llaves del coche de su madre y los apremió. Martín había corrido a buscar un abrigo para él y otro para ella, que apenas reaccionó cuando se lo puso por los hombros.
–Vamos, mamá –le dijo con suavidad empujándola por un brazo.
En el trayecto, Martín veía la normalidad en las calles. Una escena grotesca para el que corría a una situación de gravedad. Era una de las paradojas de la ciudad y del anonimato de tantas personas desconocidas.
Cuando entraron en el hospital por urgencias, los derivaron a una planta. Allí, en el control de enfermería les explicaron que su padre había entrado en la unidad de cuidados intensivos. Tendrían que esperar a que un médico saliese a explicarles la situación. Les prometieron avisar de que la familia de Eloy Valero estaba allí.
Pasaron a una sala de espera desierta. No era hora de visita. Julio se sentó junto a su madre, que buscó su mano. Él se acercó a una ventana e intentó distraerse, lo que le fue imposible.
Una mujer con bata y el característico fonendoscopio al cuello que la clasificaba como médico se asomó a la sala de espera.
–¿La familia Valero? –preguntó–. Soy la doctora Díaz.
Ellos se levantaron como un resorte y Martín se acercó.
–El paciente ha ingresado con síntomas de un infarto de miocardio moderado –les explicó–. La causa parece haber sido la obstrucción parcial de una arteria coronaria. Seguimos haciendo pruebas.
Los familiares tenían un nudo en la garganta. Aguardaban más detalles.
–Ahora mismo está estable –continuó la doctora–, pero la situación puede variar. Parece que no hay daño severo al corazón, pero hay que ver como reacciona a la medicación. Estará en observación al menos 48 horas. Iremos valorando si necesita cirugía.
–¿Podemos verlo? –se sorprendió Martín preguntando.
–Ahora mismo no es aconsejable –dijo ella–. Lo hemos sedado y está tranquilo. En unas horas dejaremos que pase a verlo uno de ustedes unos minutos, aunque lo encontrará dormido.
No se movieron de la sala, excepto una escapada a la cafetería de Julio, que subió bocadillos.
A las once y media, una enfermera de la UCI se acercó a la sala de espera.
–¿Familiares de Eloy Valero? –preguntó–. ¿Quién va a entrar?
Los chicos acompañaron a su madre al vestíbulo. Vieron como la enfermera la ayudaba a colocarse la ropa de aislamiento y se la llevaba al interior.
–¿Cómo lo llevas? –le preguntó Julio a su hermano. Eran las primeras palabras que cruzaban en horas. No supo que contestarle. Se limitó a encogerse de hombros.
–¿Y tú? –le preguntó para corresponder. Julio tampoco supo qué decir.
–Preocupado, por mamá también –dijo finalmente. Martín asintió.
Su madre salió diez minutos después. Parecía un poco más animada.
–Está dormido –les contó–, como si no pasara nada. Respira con un poco de dificultad e impresiona verlo con tubos y cables. He podido cogerle la mano.
La mujer rompió a llorar. No quería preocupar más a sus hijos, pero la tensión acumulada encontró esa vía de escape. Ellos la consolaron. Paula apoyó la cabeza en el hombro de Martín y él notó como poco a poco cesaban los temblores y los sollozos disminuían.
A su madre la dejaron pasar por la mañana, poco antes del mediodía, y por la tarde la doctora Díaz se acercó a informarles.
–Sigue estable –comenzó–, pero no les voy a engañar, no aparece la mejoría que esperábamos. Hemos aumentado las dosis. Hay que esperar todavía a ver cómo reacciona. En unos minutos dejarán pasar a uno de ustedes. Les aviso de que lo encontrará despierto. Le hemos quitado temporalmente la sedación para que se normalice su respiración. No lo alteren, por favor.
Paula entró poco después. Se extrañaron al verla salir pronto, a los diez minutos. Mostraba el mismo gesto de preocupación, pero en sus ojos apreciaron luz y esperanza.
–Se le ve muy cansado, pero es tranquilizador hablar con él –les comentó. Se giró hacia Martín y le colocó una mano cariñosa en la mejilla–. Quiere verte.
El suelo pareció moverse bajo sus pies. Notó como lo observaba su hermano. Asintió y avanzó hacia el vestíbulo de la UCI. Se colocó las prendas de aislamiento como se lo había visto hacer a su madre. Al avanzar, una enfermera le salió al paso y le revisó el ajuste de la bata. Le señaló uno de los boxes de la derecha.
Su padre lo contemplaba desde una cama. Tenía conectados un sinfín de cables, una vía, goteros, y estaba rodeado de monitores. Su madre lo había descrito bien, parecía cansado, agotado. Levantó una mano débil hacia el chico a modo de saludo o reconocimiento. Le impresionó verlo allí postrado.
–Papá –le dijo al acercarse–. ¿Cómo estás?
Él le cogió una mano. La notó sin fuerza.
–Bien –le respondió en un susurro con la voz apagada y ronca, pero sus ojos desmentían la afirmación–. Un poco cansado.
–Tienes que descansar –le indicó su hijo–. No te esfuerces.
Él meneó la cabeza, negando.
–Martín –lo nombró mirándolo con intensidad–. Tienes que ser valiente. Te toca ahora llevar el peso y sacar adelante a esta familia.
–¿A mí? –preguntó con sorpresa–. Pero Julio…
Su padre le interrumpió alzando una mano.
–Julio no está preparado –dijo con esfuerzo–. Él lo ha tenido todo fácil, no es un luchador, no tiene tu temple.
El chico no supo que decir. Su padre observó la nube de dolor que atravesaba su pupila y, ahora sí, le apretó la mano con fuerza.
–Perdóname –le dijo con un hilo de voz y una lágrima rodando por su mejilla–. He querido hacerte fuerte. He sido muy duro contigo. Tenía que decirte que te quiero con toda mi alma, y que estoy muy orgulloso de ti.
Vio como las lágrimas brotaban de los ojos del chico, mojando la mascarilla. Sus labios parecían repetir un perdóname, después le sonrió.
–No te preocupes, papá –le dijo con voz entrecortada–. Yo me encargo de todo. Ahora descansa, te vas a recuperar. Te necesitamos.
Su padre cerró los ojos sin soltarle la mano. Mantenía la sonrisa, pero su rostro parecía relajarse, como si se hubiese quitado un gran peso de encima.
Martín se quedó allí de pie, mirándolo como si se tratase de una persona diferente, un desconocido. Recordó lo que le había dicho Manuel el día anterior. Todo su mundo giraba enloquecido, provocándole un mareo existencial, un cataclismo interior.
Una enfermera se asomó para avisarle de que debía salir. Su padre dormía agarrándole todavía la mano. La separó con mucha suavidad para no despertarlo. No recordaría lo que les contó a su hermano y a su madre afuera. Tampoco la excusa que les dio para salir a tomar el aire. Había oscurecido ya. Caminó sin rumbo durante un buen rato. Sin darse cuenta, se encontró delante de la puerta de Manuel. Llamó al timbre todavía en trance,
–¡Martín! –exclamó el psicólogo alarmado–. ¿Qué ha pasado? ¡Entra!
No lo llevó a la consulta. Lo condujo por la planta baja hasta una pequeña salita. Y lo obligó a sentarse junto a un radiador.
–Estás helado –comentó–. Voy a buscarte una infusión caliente.
El chico se dio cuenta de que había salido sin el abrigo del hospital. Era cierto que estaba frío.
–Cuéntame todo, por favor –le pidió el terapeuta después de poner le una taza de té entre las manos.
Martín le contó todo: el susto, la espera, la sorpresa. Habló sin control. Lloraba a ratos, le lanzaba miradas implorantes a Manuel. Este lo dejaba desahogarse, lo dirigía un poco para darle coherencia al relato. Cuando el chico se vació, él tomó la palabra.
–Parece cosa de magia que hubiésemos hablado de esto en la última sesión –le dijo–. Pero te diré que ese amor de tus padres, incluso de tu hermano hacia ti, eres tú el único que no lo ve. Ha estado ahí durante toda tu vida.
El terapeuta se compadeció de la mirada desolada del chico. Colocó una mano sobre la suya, confortándolo.
–Te has graduado en realidad, Martín –le dijo–. Esto te va a dar perspectiva y seguridad. Lo más importante es que tu padre se recupere. Pero a ti, te queda un largo camino de asimilación del tiempo perdido, de autocrítica y de expiación, por no haber sabido recibir ese amor que estaba ahí para ti.
El chico asentía, cada vez más tranquilo. Se iba despejando.
–No seas excesivamente duro contigo mismo –le pidió el terapeuta–. Ya has oído a tu padre. Eres el fuerte, el luchador, nuestro orgullo. Debes corresponder y ayudarnos a los demás a sobrellevar esta situación terrible. En serio, te necesitamos.
La resolución que vio en los ojos del joven le gustó. El chico posó una mano encima de la que Manuel mantenía sobre la suya.
–Gracias –le dijo–. Lo haré.