Y la sustancia vital
Burthog era el hechicero del poblado de Kerstov, uno de los más importantes del reino de Lowendal. Su cabaña estaba alejada del centro del poblado, en el interior del bosque que lo rodeaba. Era un ser misterioso que jugaba con cosas serias y peligrosas como la magia o los espíritus y necesitaba privacidad. Además, los habitantes le temían, todo el reino en realidad le tenía miedo, y sólo recurrían a él en casos de necesidad, como enfermedades raras o problemas inexplicables.
Se había convertido en un viejo gruñón, irascible, malhumorado, con un carácter tempestuoso que provocaba que los propios animales intentaban poner tierra de por medio. Había vivido épocas difíciles como la persecución a que se sometió a los hacedores de magia en tiempos del rey Utger y que lo arrastró al desprecio y al destierro. Pero todo eso eran minucias al lado del principal motivo de su mal carácter. Era un hombre que no había alcanzado sus sueños, que se había quedado a una considerable distancia de sus metas.
Cuando era un niño, era raro, extraño, diferente. No era una parte de su vida que le provocase añoranza, sino más bien lo contrario. Sus sentidos desarrollados, sus capacidades de adivinación, su relación con los animales, sus trances… todo aquello hizo que los demás niños lo fijasen como blanco de burlas y ataques que convirtió su infancia en un infierno. Incluso su familia lo miraba con suspicacia y desconfianza.
Sus peculiaridades llamaron la atención del curandero, el sanador del reino. Este pidió permiso a sus padres, que se lo concedieron aliviados, y lo llevó con él a palacio. Allí le presentó al temible hechicero del rey, Istaroth, que notó con sólo verlo los rastros mágicos que envolvían al niño, y lo aceptó como aprendiz.
Su educación era historia. El gran mago le enseñó los hechizos, lo introdujo en el lenguaje secreto y en el conocimiento y manejo de las fuerzas que gobiernan y sostienen todas las cosas vivas, desde la más pequeño hasta los incontables mundos.
Nunca llegó al nivel de su maestro. Su capacidad mágica, siendo poderosa, era insuficiente. Siempre encontró un límite, una barrera insalvable en su progresión.
Salió de la cabaña. Su aprendiz, Rowan, un chico que pronto caminaría solo, jugaba con unos trozos de madera que hacía levitar sobre la cabeza de dos cervatillos que saltaban queriendo alcanzarlos, mientras él reía.
–¡Vamos! –animaba–, ¡más alto!
El viejo mastín contemplaba la escena tendido cerca del chico, valorando si unirse al juego o mantener su cómoda postura.
El anciano vio los insectos que revoloteaban por el claro, las aves que sobrevolaban la cabaña y escuchó el susurro de los árboles que los rodeaban. Era el efecto que la magia causaba en todos los seres vivos, una atracción poderosa, una llamada hipnótica.
Una punzada agridulce invadió su pecho. Una mezcla de orgullo y envidia. El chico tenía mucho más poder del que Burthog había visto nunca en un mago.
–¡Rowan! –llamó con su habitual voz hosca.
Al momento se rompió el embrujo del claro. Las maderas cayeron y los animales huyeron al trote. Los árboles apagaron sus voces y se hizo el silencio.
–Sí, maestro –respondió el joven, plantándose ante el hechicero en dos ágiles pasos. No lo temía. Sabía qué era lo que guardaba bajo aquella coraza de hostilidad: un gran corazón. Así que le sonreía, lo quería. Le había descubierto un mundo oculto, especial, único.
–¿Has estudiado? –le preguntó.
–Sí, maestro. Los dos libros de Mistenrod.
El chico devoraba los libros de magia y hechizos. Tenía una facilidad innata para memorizar los complejos vocablos y conjuros que contenían.
–Demuéstralo –ordenó el anciano.
Rowan se concentró cerrando los ojos. Formó en su mente las palabras de un hechizo, abrió los ojos y, moviendo las manos, lo pronunció.
–Astengair romin lot kalistr defsidor –pronunció en el lenguaje eterno, el que sólo conocían los magos, y cuyo origen se había perdido en los albores de los tiempos.
Ante ellos se formó un remolino. El aire giraba formando una espiral que poco a poco fue desapareciendo para dejar un círculo hueco suspendido en el espacio.
–Da targ ilbstor damauntesmet dorfil –dijo el chico a continuación.
Y el espacio interior del círculo se llenó de vida. Era como ver a través de una ventana a otro lugar, un río, arbustos agitados por un viento fuerte y una lluvia fina cayendo desde lo alto.
–Suficiente –dijo el anciano levantando la mano. El joven deshizo el hechizo con las suyas, murmurando otras palabras en su mente–. Ahora explícalo.
Esta era la parte más difícil para el aprendiz de brujo. Entender, buscar un sentido, un porqué, a los extraños fenómenos mágicos. Aunque sabía que era la parte más importante.
–Maestro –comenzó. Barthog se había sentado en su silla preferida del porche, donde pasaba horas y horas. Lo miraba muy serio–. Como me has explicado tantas veces, la magia modela la sustancia de la que se componen todas las cosas. Todo está hecho de esa materia, los seres, las plantas, la tierra, el aire…
–Abrevia –le ordenó.
–Mistenrod dedicó su vida al estudio de los saltos en el espacio. Pudo crear estos túneles invisibles que comunican por el interior de esa sustancia, dos lugares del continuo. Una ventana a otro espacio.
–¿Podemos cruzarla? –preguntó el hechicero.
–Sí –le respondió el aprendiz–, él lo hizo.
El viejo alzó una ceja. Una señal habitual e inequívoca.
–Todavía necesito concentrarme para mantener la abertura –se disculpó el joven–. No puedo dejarla abierta y atravesarla. Pero creo que me voy acercando.
El anciano golpeó el suelo de madera con su bastón. Ante ellos, un gran círculo de unos tres metros de diámetro se abrió.
–¿Cómo…? –exclamó el sorprendido aprendíz.
–No se necesita pronunciar las palabras para interactuar con la sustancia –le respondió–. Sólo crearlas en tu mente. Esa materia eterna te escucha.
Miró al chico. Sabía que sería una prueba difícil. Pero había llegado el momento de hacerla, y tenía fe en él.
–Cuando entres, Rowan –le explicó–, te encontrarás en un lugar conectado con éste. Cerraré la entrada y tú tendrás que encontrar el camino de vuelta, la manera de regresar aquí.
Jamás cuestionaba las órdenes del maestro, y siempre su curiosidad vencía a las demás sensaciones, como el miedo, la duda o el desconocimiento.
Fue como atravesar una puerta. Se vio de repente en un lugar desconocido. Estaba pisando la pradera que se divisaba desde el claro, con las montañas en el horizonte, la luz de un sol brillante y el trino de pájaros que provenía de una arboleda cercana.
Se giró y vio su cabaña y a Barthog que lo observaba con un extraño brillo en sus ojos. El anciano movió su bastón y la abertura se cerró.
–Fascinante –dijo maravillado, casi boquiabierto.
Recorrió y exploró aquel territorio antes de recordar cuál era su misión: regresar.
Se puso a ello. Creó entradas, pequeñas e inestables al principio, pero pronto las hizo mayores y más sólidas. Los hechizos consumían siempre una gran energía del mago, después de cinco pruebas, tuvo que descansar.
–El problema es encontrar el túnel preciso –pensaba–. ¿Cómo puedo abrir exactamente el que me conducirá a la cabaña?
Como no encontraba una respuesta, decidió atravesar los portales que iba abriendo. Enseguida comprobó que era fácil cruzar y cerrar los portales tras él desde el otro lado, sin el agotamiento de los primeros intentos.
–La magia es confianza –le pareció escuchar la voz de su maestro–. La duda te limita, te coarta.
Pronto ganó destreza, pero pasaba de un lugar a otro sin averiguar cómo elegir un destino. Se concentraba en la cabaña, en el pueblo, en palacio, pero el lugar al que accedía no tenía relación alguna con su hogar.
En uno de los saltos vio que había una granja a poca distancia y decidió acercarse. Le gustaba el contacto humano y no lo había practicado todavía en los saltos. Pensó que saber en qué parte del mundo se encontraba sería un buen indicio para saber por qué normas se regían los portales.
Desde lejos saludó al granjero, que había detenido su labor y lo observaba. El rostro del chico debió darle buenas sensaciones, ya que lo saludó educadamente, aunque manteniéndose a la defensiva.
–Buenas tardes, señor –se dirigió a él Rowan–. Disculpe la intromisión. Me he perdido.
–¿Viajas sólo? ¿sin equipaje? –dudó el hombre.
–Me aparté un momento de la caravana –le explicó él–, y me dejaron atrás.
–¿A dónde os dirigíais?
–A la ciudad… –vaciló como si estuviese intentando recordar su nombre.
–¿Recthion?
–¡Eso es, Recthion!
–Está a unas treinta millas al oeste –le dijo–. Un largo camino.
Lo estudiaba, lo que significaba que los lugareños estaban en alerta sobre los extraños o los viajeros con los que contactaban. A pesar de que él era un joven de aspecto cordial y que parecía bien educado, como lo demostraba el hecho de que los perros de la casa se acercaran a él con confianza y el caballo resoplara complacido cuando le frotó con energía la frente.
Se habían asomado al exterior de la casa una mujer, sin duda la esposa, con una chica de aproximadamente la misma edad del joven mago y un niño de unos diez años. A un gesto del granjero, se acercaron.
–Me llamo Rowan –se presentó el joven con su sonrisa permanente y una inclinación de cabeza.
–Yo soy Loget, mi esposa Niara y mis hijos, Elara y Ramed –respondió el granjero–. Este joven se ha descolgado de su caravana, y lo han dejado atrás.
–Soy un despistado terrible –se explicó él–. Un desastre. Me encanta pararme a ver plantas raras, paisajes…
–¿De dónde venís? –preguntó Niara.
–De Kerstov –le respondió–, un lugar muy lejano.
–No lo había oído nunca –confirmó el hombre.
–Llevamos más de seis lunas de viaje. No me extraña.
–¿Y el motivo de vuestro viaje? –preguntó Loget.
–A mí no me cuentan nada –dijo el chico encogiéndose de hombros–. Sigo a mis padres.
–Estas tierras no son muy hospitalarias con los viajeros.
–Deja de atosigar al chico –le recriminó su esposa–. Tiene aspecto de estar hambriento.
Al joven le molestó fingir y mentir a aquella familia, a todas luces buena gente, que además le abrían las puertas de su hogar.
Lo acompañaron a la mesa la esposa y los dos hijos. Mientras él comía un delicioso estofado, el pequeño Ramed no dejaba de hacerle preguntas, sobre su pueblo, la caravana, su abandono… en cambio su hermana Elara no decía nada, lo observaba en silencio con atención e interés. Sólo hablaba para regañar a su hermano de vez en cuando para que dejase comer a Rowan, cosa que el niño ignoraba a los cinco segundos.
El joven aprendiz lo había notado al llegar. No era algo físico, sino que era una percepción, un estímulo, como la sensación que reconocía perfectamente cuando encontraba rastros de magia en un lugar o una persona. Y ahora, en la cocina de la granja, lo notaba con mayor intensidad. Notó que provenía de ellos y se sorprendió, pero no dijo nada.
Cuando por descuido el pequeño comenzó a jugar levitando alternativamente los cubiertos moviendo dos dedos, tuvo la prueba.
–¡Sois magos! –dijo.
–¡Ramed! –avisó tarde la chica. Su madre se giró alarmada. Los tres se habían quedado petrificados, pálidos y lo miraban con expresión de terror.
–Yo también –les indicó levantando las manos en actitud pacífica, sintiendo que necesitaba tranquilizarlos. Después movió sus manos he hizo aparecer un pequeño fuego fatuo de la nada.
Esto relajó un poco a las mujeres, aunque tardaron en recuperar el pulso. En cambio, Ramed ya se había olvidado de su torpeza y aplaudía entusiasmado a la llama voladora.
–Por favor –le pidió Elara–, no hagas eso.
–¿Pasa algo? –preguntó el chico–. ¿Está prohibida la magia aquí?
–Perseguida, sí –le confirmó la mujer–. No deben verte hacer magia. Acarrea cárcel, destierro o incluso la pena de muerte.
Más tarde, paseando con los dos hermanos por la orilla del río, mientras el pequeño lanzaba piedras al agua, la chica le explicaba.
–El Lord Canciller que gobierna estas tierras practica la magia oscura –le dijo–. Por eso ha prohibido cualquier otra manifestación de magia.
Rowan no había conocido a ningún hechicero negro, como los llamaba su maestro Burthog, pero había leído sobre ellos.
–Muchacho, la sustancia que sostiene la vida, los seres, los mundos, es infinita y está interconectada –le explicaba con detalle su maestro–. Se nutre del equilibrio entre las fuerzas del universo. Pero al igual que la magia blanca la alimenta, la negra la consume. Se habla de enormes agujeros en esa materia, provocados por la magia oscura, que siempre ha buscado romper ese equilibrio a su favor.
Allí estaba, la tenía cerca. Podía sentirla.
–Pero, ¿cómo es posible que toda una familia posea el don? –le preguntó a la joven–. De dónde vengo… muy pocas personas llegan a desarrollar esta capacidad.
–Aquí todo es magia –le respondía Elara –. Todo.
El vio cómo ella alzaba sus manos y una columna de agua se elevaba del cauce del rio y se convertía en un ave que hacía varias piruetas en el aire para terminar hundiéndose en la corriente.
–¡Otra vez, Elara! –pedía Ramed aplaudiendo.
Ella le hizo callar, advirtiéndole con un dedo en los labios.
–Fíjate –llamó la atención de Rowan señalando unas flores.
El joven miró en esa dirección. Varias abejas revoloteaban en busca de néctar. Lo que lo dejó sin palabras fue ver como las flores interactuaban, se movían, llamaban a los insectos, hablaban entre ellas. Después de que la abeja ingiriese el néctar, alzaba el vuelo y la flor lanzaba una pequeña nube de polen donde el insecto parecía revolverse como si jugase, girando en la nube como podría hacerlo el propio Ramed si le diesen la oportunidad.
La chica le tocó el brazo para que se fijase en una ardilla y un pájaro que compartían una rama de un árbol. Cada animal hablaba, si podía llamarse así, en su idioma, el pájaro trinaba y la ardilla usaba la multitud de vocalizaciones, posturas y gestos con las que se expresaba.
–¡Se comunican! –exclamó el joven.
Ella llamó su atención sobre otros comportamientos de animales y plantas, y Rowan tuvo claro que aquel lugar no seguía las mismas reglas que su mundo. La magia era allí el modo natural, el hilo conductor de la vida.
Miró el rostro de Eldara para preguntarle. Pero no hizo falta. Sus ojos eran como dos constelaciones que le hablaban directamente.
–Pero… –dudó–, yo soy mago.
No entendía qué papel tenía él en un mundo en el que todo era magia, en el que un mago no tenía razón de ser.
–Prueba –le dijo ella.
Él lo hizo, moviendo las manos y pronunciando un hechizo en la lengua antigua. Ante ellos se abrió un enorme portal de más de cinco metros que no necesitó mantener. Abrió otro y otro más. Increíble.
–¡Cuánta energía! –exclamó Eldara–. No he visto nada igual.
El joven aprendiz se concentró en su maestro y visualizó la cabaña. El portal que abrió era dorado, como si una lámina de oro muy fina hiciese de filtro. En primer plano, delante de la puerta, el anciano lo miraba con su bastón en la mano. Hablaba, y en su rostro se veía la urgencia e incluso una expresión clara de miedo.
¿Qué le decía el maestro? No se oía nada. Al ver que el chico abría los brazos, Burthog comenzó a gesticular también. Se le adivinaba gritar, pero seguía sin oírse su voz.
Finalmente, con un pequeño rastro de cansancio, Rowan fue cerrando los portales. Lo intentaría más tarde, ahora que sabía como encontrarlo.
Miró a su alrededor y le sorprendieron los sonidos que escuchaba. Podía oír crecer un tallo, una brizna de hierba. Se notaba con una fuerza mágica interior como nunca antes había experimentado, ni sabía que podía existir.
–Háblame de ese Lord canciller –le pidió a la chica.
Y ella lo hizo, con todo detalle.
El portal los llevó ante el castillo del tirano. Una fortaleza inmensa llena de torreones, almenas, muros… Impresionaba. Pero él hizo un gesto con la mano mientras pronunciaba las palabras adecuadas y la visión del grandioso castillo dejó paso a otra muy distinta. Eran poco más que ruinas, con apenas una torre en pie, rodeada de construcciones deterioradas y con aspecto de abandono.
–Ese es el estilo preferido de los que viven en el lado oscuro de la sustancia –le dijo a Eldara.
Sus padres habían dudado si dejarla acompañar a Rowan en aquella peligrosa aventura. Pero cuando el joven hizo una demostración de su poder, decidieron que era el momento de enfrentarse al mago oscuro.
Mientras los chicos practicaban, entrenaban y planeaban un ataque, Loget y Niara recorrían la comarca, formando un ejército de hombre, mujeres e incluso niños, cuya única arma era su magia.
Este movimiento no pasó desapercibido para el Lord Canciller, que envió rápidamente a un ejército de espectros para combatirlos.
El encuentro entre ambas fuerzas se produciría en poco tiempo y, sería una distracción que serviría a los jóvenes para introducirse en el castillo.
Rowan no había olvidado la preocupante imagen de su maestro haciendo gestos de alarma, intentando advertirle de algo. Aquella noche, esperó a que todos durmieran en la casa, y salió al claro que había junto al granero. Allí, abrió de nuevo el portal dorado, y cuando lo hubo hecho, lo cruzó, o al menos lo intentó. Era como tratar de avanzar a través de un horizonte elástico, una espesa goma que ofrecía más resistencia cuanto mayor era el avance. Vio a Burthog al otro lado. En la cabaña no era noche, pudo ver como el sol iluminaba la escena.
Igual que en la anterior ocasión, el anciano gesticulaba y hablaba, pero los sonidos que ahora, en contacto con la sustancia, sí sonaban muy tenues, aunque llegaban distorsionados. Rowan decidió no intentar avanzar. Se detuvo y aguzó todos sus sentidos, concentrándose.
–Rowan –entendió cuando adaptó su oído a la distorsión–. Detente. No hagas magia. Cada hechizo que realizas ahí, provoca aquí destrucción de sustancia vital. Tu magia provoca un gran consumo de energía en tu mundo de origen.
Lo entendió, pero no era fácil obedecerlo. Se imaginó las represalias de Lord Canciller sobre aquella buena gente, y decidió arriesgar. Minimizaría la cantidad de magia, se propuso convencido.
El plan era simple. El joven enfrentaría al Lord Canciller mientras que Eldara intentaba llegar al centro oscuro, al punto débil del mago.
–Escúchame –le pidió Rowan–. Nosotros caminamos sobre la sustancia vital, somos parte de ella y, a través de ella estamos en contacto con cada ser vivo y cada objeto que la toca.
La chica lo miraba con aquellos grandes y hermosos ojos capaces de reflejar constelaciones.
–Un mago oscuro consume, destroza, aniquila todo rastro de sustancia –continuó–. Y eso deja agujeros en ella, rotos, vacíos. Por eso la magia negra no puede vencer a la blanca. Él solo tiene su magia, su propia energía oscura, que se alimenta del mal. Nosotros tenemos la fuerza inagotable de la vida misma, de todos los seres del universo.
Ella lo imaginó. Asentía, fascinada.
Las hordas de caballeros negros se encontraron frente a ellos a una fuerza compuesta por aldeanos, granjeros, mujeres, niños, ancianos. Blandían palos, instrumentos de labranza, martillos, hachas… Gesticulaban y gritaban provocando a los jinetes que, en respuesta, intensificaron el galope de sus monturas desenvainando sus espadas. Tras ellos, los soldados de a pie avanzaron a la carrera aullando.
Las gentes de bien soltaron las armas improvisadas y, bajo la dirección de Loget y Niara, entonaron una letanía que les había enseñado Rowan. Los caballeros entraron en una zona que los detuvo en movimiento, literalmente. Los dejó suspendidos, como si se hubiese detenido el tiempo para ellos, o hubiesen entrado en un campo invisible de materia que los había apresado.
El Lord Canciller rugió en la torre al ver lo que sucedía ¿Cuándo aquellos aldeanos habían aprendido a manejar la energía de aquella manera?
Al sentir un movimiento en la sala y girarse, vio al causante de aquellos sucesos. Un joven mago, un desconocido, con un rastro de magia que no podía pertenecer a aquel mundo.
–¿Quién eres? –bramó mientras crecía en tamaño ante el chico.
–Rowan de Lowendal –le respondió el joven.
–¿Tú has provocado esto? –dijo con voz profunda que resonó por la estancia de manera irreal.
–Yo no. Has sido tú. Pero hoy se termina tu opresión sobre estas gentes.
La risa del Lord Canciller resonó con fuerza. Resultó ser un ardid para atacarlo por sorpresa. Una pared invisible lo buscó para aplastarlo, pero Rowan pudo detener su empuje levantando las manos. Después movió la derecha en un círculo vertical como si recogiese con ella algo del suelo. Y eso hacía en realidad, llenarse de energía, recoger la esencia de la sustancia vital. Y con ella lanzó su contraataque. Como si se tratase de una piedra la arrojó en dirección al mago oscuro, lo derribó y lo hizo rodar por el suelo de la estancia.
Mientras tanto, Aldara, en la planta inferior, se había arrodillado y, con las palmas hacia arriba y los ojos brillando con millones de estrellas fulgurando dentro de ellos, cantaba. La melodía era suave, dulce, y su voz pronunciaba las palabras mágicas que había aprendido de Rowan como si acariciase el aire por el que se expandía. Del suelo comenzó a brotar una niebla iridiscente, multicolor, ganando altura y envolviendo su figura, como si la música fuese un reclamo al que acudía.
Era la manifestación de la sustancia vital, que emanaba desde lo más profundo de la tierra y se iba apoderando de aquel espacio oscuro del que había sido exiliada tiempo atrás.
Arriba la lucha continuaba. Las dos energías chocaban e incendiaban el espacio y el tiempo a su alrededor. El Lord Canciller no se dio cuenta de la niebla que surgía por entre las ranuras de la piedra y a través de ella, hasta que le llegó a cubrir los tobillos y la sintió como fuego contra su piel oscura. Gritó de dolor, pero ya era tarde. La sustancia lo cubrió en segundos y, al retirarse, dejó un espacio vacío donde antes había estado el mago.
Lo mismo sucedió con el ejército de espectros. Desapareció junto con la sustancia donde había quedado atrapado.
Rowan no se detuvo a celebrar la victoria ni la liberación de aquel mundo.
–Te necesito –le dijo a Eldara con urgencia. En su mente resonaban las palabras de Burthog: La magia que creas ahí, consume la energía de nuestro mundo.
Abrió el portal dorado, el que lo conectaba con su mundo, cogió la mano de Eldara y juntos, entonando una canción en la lengua antigua, lo cruzaron.
Entraron en el claro que estaba situado ante la cabaña. Alrededor, géiseres y volcanes lanzaban gases y lava a la atmósfera. El anciano Burthog se multiplicaba deteniendo y paralizando los efectos de la destrucción de la sustancia,
La voz de Eldara comenzó a sonar entonando una hermosa melodía que paralizó la destrucción. Rowan se unió a ella, susurrando palabras y frases mágicas que reponían las cosas a su estado inicial. Poco a poco, la lava, el vapor, las rocas, los árboles quemados, la maleza, todo era borrado por una niebla que los dos jóvenes dirigían con magia sobre el terreno desolado. Bajo el brillo de la niebla, se reparaba la herida y dónde había destrucción, se restituía la sustancia vital.
La vida regresaba a Lowendal.